Hay libros que requieren algo que no se tiene en la juventud temprana, libros que demandan mucho más de lo que uno puede darles. Yo, por ejemplo, me empeñaba a leer a los filósofos alemanes cuando estaba en la preparatoria, sin entender nada. Después, ya como a los 19 años, comencé a leer a los decimonónicos europeos que marcaron los mediados de siglo, con atención a los románticos alemanes (Goethe, Novalis, Hölderlin) y a los realistas franceses (Flaubert, Stendhal). Sufrí también muchísimo la lectura de los novelistas españoles del XIX, sin duda a José María Pereda, Pío Baroja, pero en especial detesté una de las cumbres del realismo en español, La regenta de Leopoldo Alas, publicado aproximadamente en 1884. Sin embargo, incluso con sus novelas kilométricas y de una tensión a veces imposible de mantener, fueron los rusos los que me salvaron del aburrimiento decimonónico.
Si bien el encierro representa un momento en el que valdría la pena tomarse el tiempo para leer las páginas y páginas de guerra y paz de Tolstoi, o los cuentos de Chéjov, o Padres e hijos, la inmensa novela de Turguénev, mi regreso al XIX ha sido con el mayor de los escritores del Siglo de Oro de la literatura rusa: Dostoievski. Si bien Crimen y castigo ha sido su novela más celebrada y más leída, junto con Los hermanos Karamazov que va en segundo lugar, la obra que condensa el pensamiento de Dostoievski y que ha influido de formas más que evidentes a la literatura contemporánea es Memorias del subsuelo, publicada por primera ocasión en 1864.
En comparación con los ladrillos del XIX, esta novela es muchísimo más corta, alrededor de unas 150 páginas. También, de forma brillante, es una cristalización muy evidente del ánimo y filosofía que marcaron el fin de siglo. Dividida en dos partes, Memorias del subsuelo nos pone frente a un narrador que, en primera persona y sin decirnos su nombre, delinea una serie de ideas que exploran la racionalidad y la libertad, el libertinaje y la voluntad, la miseria y la ciencia. La primera parte del libro titulada “El Subsuelo” consiste en un monólogo interior en donde el personaje, durante once capítulos breves, traza una cosmovisión zigzagueante de una realidad bastante gris y desoladora. En sí mismo, el personaje se considera como el “hombre del subsuelo”, un ser que a su vez resulta despreciable y que, por mantenerse al margen, es el único que puede ver con claridad los sistemas que operan sobre los demás. Dice Dostoievski para comenzar el libro:
“Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que padezco del hígado. Pero no sé absolutamente nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele. Ni me cuido ni me he cuidado nunca, pese a la consideración que me inspiran la medicina y los médicos. Además, soy extremadamente supersticioso… lo suficientemente para sentir respeto por la medicina. (Soy un hombre instruido. Podría, pues, no ser supersticioso. Pero lo soy). Si no me cuido es, evidentemente, por pura maldad”.
Además de darnos las herramientas para entender la psicología del tipo de personaje ante el que estamos como lectores, me interesa sobremanera cómo existen una serie de preocupaciones sumamente actuales con respecto a la validez de la ciencia y la libertad. El temor de fines del siglo XIX era, con razón, que el método científico fuera a colonizar el libre albedrío y la libertad. Era, pues, temer que el conocimiento matemático nos redujera a simples datos. En palabras de Dostoievski, el hombre se reduciría a “una tecla de piano, a una tuerca”. El paralelismo con el pensamiento de Marx es clarísimo en donde el obrero, al final, no es otra cosa que un engranaje más del sistema del capital (hay que recordar que Das Kapital se publicó sólo tres años después que la novela de Dostoievski, además de considerar que nadie escribe en solitario).
Si bien el relato de la segunda parte, titulada “A propósito de la nieve derretida”, pone en práctica la patética existencia de nuestro pensador-personaje, cosa que ahora nos parece algo muy gracioso de leer en sus fracasos consecuentes, me interesa mucho más volver ahora mismo a la conclusión de lo que define al “subsuelo” como una especie de forma de estar en el mundo. ¿Acaso no nos hemos convertido en cifras con la pandemia del coronavirus? Todos los días vemos cifra tras cifra, gráficas y datos acumulados que nos ayudan a comprender nuestra realidad y hacia dónde vamos o hacia dónde no. La colectividad y los números absurdos de nuestra inmensa población en el planeta está, válgame, en esas cifras sin nombre.
El aislamiento de cuarenta años del que habla el personaje de Memorias resulta, al final, otra forma de ver el privilegio de las ciencias exactas y el poder articularnos como una tuerca, como un engranaje en el sistema. Hay, pues, un placer en lo marginal, un placer sufrido si se quiere ver de esa manera, y a la vez una especie de culpa por no amoldarse a lo común, a lo deseable. El “hombre del subsuelo” es, entonces, esa persona que vive entre lo cierto y lo incierto, entre la conspiración y la duda, entre la certeza y la envidia. ¿No somos todos un poco así cuando dudamos de las cifras reales o fabricadas, cuando algunos medimos el riesgo de tomar la vida como lo que es o dudar de cómo nos la cuentan? Quisiera terminar hoy con esa idea de Dostoievski que parece mandada a hacer para nuestros días, desde 1864, en su infinito absurdo:
“La suprema finalidad, señores, es no hacer nada en absoluto. La inercia contemplativa es preferible a todo. ¡Por lo tanto, viva el subsuelo! Aunque haya dicho hace poco que envidio al hombre normal hasta la última gota de mi bilis, cuando lo veo tal como es renuncio a la normalidad (aunque sin dejar de tener envidia al ser normal). ¡No, no; el subsuelo es siempre preferible! Allí, al menos, se puede… ¡Ah! ¡Ya estoy mintiendo otra vez! Miento porque estoy convencido tanto como de que dos y dos son cuatro, de que no es el subsuelo lo que más vale, sino otra cosa muy distinta, a la cual aspiro, pero que no sé qué es. ¡Al diablo el subsuelo!”.