Brevísimo Ensayo. 3° de 5 partes.
-¿Sigue enojado, maestro? -me preguntan discípulos de Filosofía del Derecho, por la tonalidad de mi ensayo.
-No -les contesto de nuevo-, sólo decepcionado de la subcultura general de nuestra ancestral clase política laica. Pero bueno, al sordo hay qué gritarle, “decíamos ayer” y continuemos, como expresó Fray Luis de León:
La filosofía fue el motivo preferente de su vida estudiosa, tanto porque poseía un espíritu invenciblemente investigador, cuanto porque sentía profundo amor a la verdad, siendo Aristóteles numen de su inclinación predilecta, de quien se consideraba discípulo desde la época en que, en las aulas, creyó interpretarlo disputando ciegamente. Su misma devoción hacia el estagirita lo condujo a estudiar cada vez más la profunda obra del maestro y encontró que éste era muy distinto al que su imaginación había forjado bajo el influjo nocivo del falso peripatetismo imperante. Ahora el pensamiento del mentor de Alejandro Magno era el apoyo del verdadero espíritu filosófico y científico, no el pretexto de ergotizaciones sin substancia. Asimismo, objeto de predilección en sus estudios literarios fue Cicerón, y, lo mismo del filósofo griego la que del orador romano, obtuvo el mayor provecho en el cultivo de las múltiples ciencias a que consagró su vida.
Refiere, uno de sus apologistas, que cierto día, a solas en el jardín del colegio, meditaba profunda y atentamente Campoy sobre una obra de Cicerón. De pronto, como iluminado por una de esas inspiraciones que infunden convicción definitiva, exclamó: “Este hombre revela una inteligencia solidissima en sus argumentaciones; éste, uno de los primeros de cuantos ha tenido la república literaria, ¡con cuánto empeño luchó por la consecución de la verdad! ¡Santa verdad! ¿Cuándo surgirá la edad de oro? ¿Cuándo seremos los hombres tan sinceros, que confesemos “esto dudo”, “esto no comprendo”, “esto completamente ignoro”? Desde aquel momento plasmé para siempre su convicción del apostolado de la verdad, que habría de acibarar su vida. Todo cuanto después logró Campoy cultivando en constante depuración las humanidades, la teología, la geografía, la geometría, la oratoria y otras materias de la erudición -en que destacaba preeminentemente-, lo debió a la norma emancipadora que se impuso, modelando y disciplinando su espíritu por sí mismo, sin ayuda de maestro, supuesto que actuaba contra el propio ambiente en que vivía y contra los prejuicios del medio imperante.
En aquella época en que estaba en Tepotzotlán entregado por completo a la especulación de distintas materias, fue enviado por los superiores a la Puebla de los Ángeles, como se le llamaba a la ciudad, a continuar sus estudios de filosofía; y, transcurrido un año, trasladado a San Luis Potosí, como profesor de gramática latina, cargo que desempeñó durante dos años.
Siendo para Campoy excelsa la función didáctica, se consagra a ella con abnegación y ahínco. Ejercitando sus facultades de consumado mentor, sabía cómo transmitir eficazmente sus conocimientos. Poseía el secreto de hacer amena la materia más tediosa y su elocuencia espontánea y natural daba carácter sugestivo a la enseñanza, siempre embellecida con la profunda y atinada observación del sabio consejo, la variada digresión y el original comentario. Infundía el amor al estudio con el ejemplo e indudablemente su eficiencia como maestro se debía en gran parte a su vida edificante que, aún en su aspecto meramente humano, no tenía otra meta que la ciencia. Respecto de la materia que enseñaba en San Luis, sustentaba el criterio con insistencia persuasiva, de que la disciplina gramatical era el firme apoyo del conocimiento de la literatura.
La circunstancia de conocer con verdadera profundidad la lengua de Cicerón, le valió el honor de ser designado para pronunciar, en el Colegio del mismo San Luis, una oración fúnebre en memoria de Felipe V, la cual consideró como obra maestra de pureza de latinidad y elocuencia.
Diego Abad, amigo entrañable de Campoy y famoso especialmente por su poema “Heroica De Deo Carmina”, que se estimó obra del más correcto latín, publicó en Italia la “Dissertatio ludrico—seria de exterorum latinitate”, en la cual acredita el conocimiento profundo de Campoy sobre los más celebrados autores de la antigüedad que escribieron en la lengua del Lacio, así como la incomparable facilidad con que interpretaba los difíciles y poco claros períodos de las obras de alguno de ellos, y por el hecho de ser extraordinariamente versado en los clásicos, se consideraba digno a Campoy de contarse entre los ilustres expositores que gozaban en aquellos días de la mayor reputación.
De dicha disertación, Maneiro nos da a conocer las siguientes palabras:
“Me acuerdo de ti, José Campoy y he sentido tu óbito mucho más de lo que pudiera creerse. Pudo la muerte arrebatarte de ante mis ojos, compañero queridísimo de mis estudios, pero no podrá borrar de mi mente tu recuerdo mientras viva. Versadísimo en el conocimiento de las ciencias más sublimes y elevadas, habías bebido la Teología en las fuentes mismas de las Escrituras, de los Concilios y de los Santos Padres. Tú las distancias, situación y descripción de los reinos, provincias y ciudades conocías tan a fondo, que dijérase que habías contemplado, desde altísimo observatorio, todo el orbe de las tierras. Tú tenías en las manos el largo hilo de la historia desde los comienzos del mundo hasta nuestros tiempos, y poniendo siempre por obra la más sana crítica, desentrañabas los problemas más complicados. Más que a mí, que viví contigo asiduamente desde niño, érante familiares los antiguos padres de la latinidad. Cuántas veces, cuando yo dudaba acerca de la construcción de una frase, de algún modo de decir o del uso multiforme y variable de algún verbo, me diste más luces que las que hubieren podido proporcionarme Paré o Pompa o Nizzoli o el Tesoro de Estéfano. Cuántas otras me explicaste pasajes obscuros de Plinio el Viejo y de otros autores antiguos, más clara y llanamente que los doctos comentaristas que antes había consultado…. Pero, dejándome arrebatar de mi excesivo dolor, ofendo a Aquél que te sacó de las miserias e iniquísima condición de esta nuestra vida, para recompensaste, como espero, con la eterna felicidad”.
En la agilidad, brillante elegancia y corrección con que manejaba la lengua latina, así como en la familiaridad con autores de primera calidad, destacose de manera tal que, concediéndose que las musas fueron propicias a los novohispanos, no se encontraba que hubiera habido en aquella época, dentro de su patria, ningún otro que pudiera comparársele en ese aspecto.
Nuestro Campoy fue un gran orador, como expresa José Mariano Dávila en la síntesis biográfica del padre Agustín Castro, al afirmar que estando en aquella época tan corrompido el gusto del arte de la oratoria por los necios predicadores, que desde el tiempo en que ‘apareció la obra satírica (Fray Gerundio de Campazas), del padre José Francisco de Isla, y que eran conocidos con el título de “gerundianos”, Campoy y otros grandes ingenios se propusieron devolver el debido lustre a la cátedra.
Sobre este particular coinciden diversos autores, pero más expresivo que nadie es Maneiro en su espléndida apología de Campoy, la cual es una fuente preciosa para conocer la vida del preclaro sonorense. Este trabajo del notable autor veracruzano nos ha guiado preferentemente en la catalogación de las noticias que aquí reunimos de nuestro coterráneo.
La palabra de Campoy era fácil y correcta y, con frecuencia, subyugante y arrebatadora, aún en la peroración o arenga improvisada. Sus admiradores refieren hechos concretos y dan testimonio de estas circunstancias. Trasmítese la versión de testigo presencial de haber visto y admirado éste con asombro, cómo una multitud, entre la cual se encontraba don Manuel Arellano, distinguido y renombrado médico, y otras personas de superior condición por su saber, oyendo la palabra de Campoy, la muchedumbre entera, Arellano el primero, cayó de rodillas conmovida y transportada, ante la elocuencia avasalladora del orador.
Antes de que éste se hiciera cargo de la dirección de la congregación que desempeñó en Veracruz, aconteció que el prefecto, que debía dirigir la palabra a la propia congregación, repentinamente se vio impedido para ello y así, de pronto, fue sustituido por Campoy, quien produjo elocuentísima improvisación. En estos casos el orador daba la impresión de que leía, supuesto el método, el enlace de los períodos, la sistemática trabazón de las ideas y el correcto desarrollo de la argumentación.
(Ojo abogados y oradores). No sólo con la palabra logra el orador la elocuencia. Se requiere el concurso de otros factores, como la apariencia atrayente de la persona, que predispone al auditorio favorablemente; el ademán y el gesto, que aumentan la vida de la expresión oral; la entonación y modulación, que liberan de la monotonía del discurso. La naturaleza fue pródiga concediendo a nuestro biografiado las dotes que constituyen al orador completo. Su semblante noblemente sereno, parecía iluminarse con la propia luz de las ideas y adquirir con la disertación misma, majestad tribunicia; su mirada, su ademán, su gesto, en espontánea coordinación con el tema, nutrían de personal vigor la exposición; la voz adquiría variada flexión modulante, conforme al sentimiento que inspiraba la arenga.
Estas prendas naturales, unidas a la posesión de los secretos más recónditos y expresivos de los idiomas latino y castellano, lo mismo que su conocimiento, amplio y versado, de los clásicos de la antigüedad y de los más diversos autores de su época realizaron, en la palabra de Campoy, el milagro de la elocuencia. Las facultades naturales frecuentemente sólo constituyen posibilidad latente, frustrada por falta de medios o de ambiente o por carencia de vocación para el estudio. Pero éste, en Campoy, fue el afán e inquietud primordiales de su existencia. Sólo mediando tales circunstancias pudo escalar el plano a que se elevó y conquistar los prestigios que diferenciaron su personalidad. Así, cuenta José Mariano Dávila que a Campoy siempre se le encontraba con la pluma en la mano escribiendo versos o elocuentes discursos en latín o castellano, o bien con el compás y la pizarra levantando planos y rectificando algunas de las demostraciones de Euclides.
José Julián Parreño y el propio Campoy ejercieron, por la fuerza de su exquisito gusto literario, la más trascendental labor depuradora al par de Francisco de Isla y de Cervantes, respecto de la literatura de la caballería andante, contra el gongorismo oratorio, que prevalecía en aquella época, hasta aniquilarlo, no por medio de armado caballero, ni de la sátira de Fray Gerundio, sino por el ejemplo de la pureza y el estilo afinado. Y otra ardua tarea se impuso a sí mismo el sonorense enseñando la filosofía experimental, contra todas las preocupaciones y prejuicios del tiempo. Con Campoy se inician, deben reconocerse, los primeros pasos en la emancipación ideológica y, consecuentemente, política.
Uno de sus biógrafos expresa que, así como Sócrates surgió para crear y difundir en su tiempo la verdadera filosofía, asimismo vino al mundo Campoy en el suyo para renovar las ciencias entre sus compatriotas los mexicanos, y aunque este ímpetu reformista no le costó tanto como a Sócrates su filosofía, sí le deparó la mayor infelicidad. Grande como fue su infortunio, no se quebrantó jamás su entereza ejemplar. El medio conservador engreído con su peripatético gongorismo, su retardatario estacionamiento coludió todas sus fuerzas para atajar la amenaza disolvente de la prédica del peligroso esparcidor de novedades. El agudo instinto de conservación de la vetustez percibe finamente en la novedad una ley de selección. Ese cauteloso instinto persiguió a Campoy, postergándolo, aislándolo y censurándolo.
Como veremos, después fue apartado o confinado en Veracruz y, con fútiles pretextos, se le cerraban las puertas de la cátedra, o se le impedía el ejercicio del magisterio. Vacante en cierta ocasión la cátedra de humanidades en Tepotzotlán, el superior consultó el parecer de Diego Abad, respecto del maestro que debía designarse. Aquél desde luego respondió: “Felizmente abundan los que por su capacidad pueden ser nombrados; pero no encuentro persona alguna más versada que Campoy en el conocimiento de las letras latinas”. El superior bien comprendía la verdad de tal circunstancia, sin embargo rechazó de plano la propuesta, temeroso de que Campoy estableciera distintos sistemas de enseñanza, más bien, nuevo criterio en la cátedra, o se desviase del gusto organizado o impuesto en la literatura.
Estas injustas postergaciones, resultado frecuente del desconocimiento de la egregia aptitud de maestro, no sembró el desaliento en el mismo, ni menguó su fortaleza, pues continuó indiferente el camino que se había trazado en busca de la verdad y en la depuración de la ciencia y el arte, contra todo prejuicio vigente.
(Coleccionable, continuará).
Héctor Rodríguez Espinoza.