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viernes, mayo 3, 2024

Carlos Fuentes, el quijote mexicano. Premios y amarguras

Héctor Rodríguez Espinoza
Doctor en Derecho, catedrático desde 1969 del Departamento de Derecho de la Universidad de Sonora. Editorialista y autor de 25 libros de Jurisprudencia y Cultura, Ed. Porrúa y Editorial Académica Española. Expresidente del Consejo de Certificación Barra Sonorense de Abogados. Profesionista distinguido 2013 y 2016.

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Brevísimo Ensayo

Murió el “Día del Maestro”, como maestro de la literatura y de la vida.

Hace ya poco más de 10 años que murió Carlos Fuentes (15 de mayo de 2012) en la Ciudad de México, una de las piedras angulares de la gran literatura mexicana. Lamentable la ausencia inesperada del prolífico y premiado escritor mexicano, nacido en Panamá y criado en la Embajada mexicana en Washington, EEUU, a quien Le Fígaro nombró el ‘Quijote Mexicano’. No abundaré en su literatura, descubriré rasgos de su (nuestra) triste -e infortunios de la- condición humana.

1928. N. el 11 de noviembre de 1928, su madre, Berta Macías Rivas, de Mazatlán y su padre Rafael Fuentes Boettiger, de Veracruz y embajador de México en Holanda, Panamá, Portugal e Italia, descienden de inmigrantes de Santander, Santa Cruz de Tenerife (Canarias) y Darmstadt (Renania), durante la década de 1860, así como de indígenas yaquis de Sonora.

Se inscribió en la generación 1950 de la Facultad de Derecho UNAM, discípulo de Mario de la Cueva y en Literatura de Alfonso Reyes, a la que pertenecen Elena Poniatowska, Sergio Pitol, Vicente Rojo, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco.

1958-1962. Contrajo matrimonio con la actriz María Concepción Macedo Guzmán, Rita Macedo (1925-1993)–protagonista inolvidable de la película Rosenda.

“El nacimiento de Cecilia fue un hecho musical. Pude haber oído o recordado palabras, imágenes, flores o frutos, animales o aves, ríos, océanos. Sólo escuché música. No lo explico. Tampoco lo imagino, lo atestiguo. En el momento en que Cecilia apareció y gritó por primera vez, yo supe que escuchaba un dictado de la naturaleza, el más reciente, pero también el más antiguo”.

María Concepción nació en la ciudad de México, el 21 de abril de 1925. Vivió una infancia difícil y prácticamente sin amor, la destacada escritora Julia Guzmán, su madre, la mantuvo desde muy pequeña alejada de internados. Carácter introvertido y temeroso de todo y de todos y miedo terrible a la oscuridad y a la penumbra de los dormitorios escolares. Esta forma de vida sin el cariño, los consejos y los afectos de su progenitora, la hicieron una mujer dura e insensible.

Conchita, antes de ser Rita, fue introducida a sus 15 años a la vida artística por el director de cine Mauricio de la Serna a quien conoció fortuitamente. La invitó a participar en un filme, aunque la sola idea le producía pánico, sin embargo, su madre la impulsó, más que como sugerencia, como orden. Durante el rodaje de Las cinco noches de Adán, hizo su debut al lado de Mapy Cortés y Domingo Soler.

Casada en tres ocasiones, con el productor de televisión, Luis de Llano Palmer, padre de Luis de Llano Macedo y Julissa; con Pablo Palomino, de buena familia, de quien se divorció rápidamente. Su tercer cónyuge fue Carlos Fuentes, él tenía 29 y ella 32, procrearon a Cecilia, nacida en 1962, trabajó en producción de la televisión.

Vivieron un tiempo en París, Londres, Roma y Barcelona, pero al regresar a México vino el divorcio por presuntas infidelidades del autor de La región más transparente. Rita llevó siempre una vida discreta desde un principio. Jamás la acompañaron el escándalo ni la frivolidad. Se alega que Fuentes era mujeriego y que su infidelidad llevó a su mujer a la desesperación. La pareja se separó cuando Fuentes escapó con una embarazada y entonces desconocida periodista, Silvia Lemus. Al final se casaron en 1973, en París, con quien tuvo a Carlos y Natasha.

1993. El cinco de diciembre, a las 13:30 horas, la enigmática Rita Macedo tomó la fatal decisión de quitarse la vida dentro de su automóvil, con un disparo de pistola en la boca. Momentos antes se detuvo en el camino hacia su casa, para ver por última vez a su hijo Luis. “Vengo a despedirme de ti”, según acotó Elena Poniatowska en su artículo del diario La Jornada, días después. Su muerte violenta por decisión propia fue quizá el único escándalo sonado que provocó a lo largo de su vida. Se armó de una coraza para resistir a los medios informativos y evitar hablar de lo que sólo a ella le interesaba y la opinión pública siempre la consideró como una figura sui géneris, nada fácil de manipular informativamente.

Sus compañeros actores, al expresar su sentir por la medida tomada, la calificaron como “mujer de pocas palabras, le gustaba permanecer a solas”. Otros la recordaban “como persona triste, sobre todo en los últimos años, a pesar de ello, la noticia de su suicidio nos impactó”.

1999. Carlos Fuentes sufrió lo que ningún padre debe padecer: sobrevivir a sus hijos Carlos y Natasha. El 5 de mayo muere Carlos, 10 días después publicó “Recuerdo de un joven artista”:

“Fue un joven artista iniciando un destino que nadie podría deshacer porque era el destino del arte, de obras que al cabo sobreviven al artista. Tocando la frente afiebrada de su hijo, la madre se preguntaba, sin embargo, si este joven artista que era su hijo no hermanaba demasiado la iniciación y el destino. Las figuras torturadas y eróticas de sus cuadros no eran una promesa, eran una conclusión. No eran un principio. Eran, irremisiblemente, un fin. Entender esto le angustiaba porque la madre quería ver en el hijo la realización completa de una personalidad cuya alegría dependía de su creatividad. No era justo que el cuerpo lo traicionase y que el cuerpo, calamitosamente, no dependiese de la voluntad”. “Miraba trabajar a su hijo, abstraído, fascinado, mi hijo va a revelar sus dones, pero no tendrá tiempo para sus conquistas, va a trabajar, va a imaginar, pero no va a tener tiempo para producir. Su pintura es inevitable, ése es el premio, mi hijo no puede sustituir o ser sustituido en lo que sólo él hace, no importa por cuánto tiempo, no hay frustración en su obra, aunque su vida quede trunca…”.

“Cuando escribí estas líneas, hace pocos años, las imaginé como un exorcismo, no como una profecía. Pensaba Carlos, nacido en París el 22 de agosto de 1973 y muerto en Puerto Vallarta, Jalisco, el 5 de mayo de 1999. Apenas empezó a caminar, cuando su madre Silvia y yo vivíamos en una granja en Virginia, su cuerpo se llenaba de moretones y sus articulaciones se hinchaban. Pronto supimos la razón. A causa de una mutación genética, sufría de hemofilia, enfermedad que impide la coagulación de la sangre. Desde muy pequeño debió someterse a inyecciones del elemento coagulante que le faltaba, el Factor Ocho. Pensamos que, aunque molesto, en este procedimiento se encontraba un alivio para toda la vida. La contaminación de las reservas sanguíneas por el virus del sida desprotegió a los hemofílicos, a veces por decisiones médicas equivocadas, a veces por actos de irresponsabilidad criminal de las autoridades en Europa y en los EEUU. El hemofílico quedó desamparado, abierto a terribles infecciones y al debilitamiento de su sistema inmunológico. Carlos tuvo una infancia de dolores pero muy pronto, de una manera más que intuitiva, como si su precocidad fuese un anticipo de la muerte y un acelerador de su vida creativa, concentró sus horas en el arte de las palabras, la música y las formas. A los cinco años de edad ganó el Premio Shankar de Dibujo Infantil otorgado en Nueva Delhi, India, sus maestros en la primaria a la que asistía en Princeton enviaron sus obras iniciales sin que él o nosotros lo supiésemos, al concurso. De allí en adelante, Carlos nunca abandonó el lápiz primero, el pincel enseguida y sus tempranas adoraciones artísticas nunca: Van Gogh y Egon Schiele. Lo recuerdo, durante un viaje de verano por Andalucía, exigiendo que el auto se detuviese a cada momento para fotografiar, admirar y a veces recoger girasoles, como si se llevase con él un cuadro del pintor holandés. Plantó semillas de girasol en el jardín de nuestra casa en la Universidad de Cambridge, pensamos que perecerían en el frío inglés, pero al regresar una primavera, florecían como dentro de un cuadro… Luego, en un notable salto al pasado, Carlos descubrió el arte preciso y luminoso del renacentista Giovanni Bellini y la formalidad expresiva del pintor japonés Utamaru. Éste era su acervo pictórico. La imagen empezó a ocupar el centro de su vida. La imagen pictórica primero, enseguida la imagen literaria, al cabo la imagen fotográfica, inmóvil, y la cinematografía fluida. Fue como si entendiera que la imagen escapa a toda definición reductiva y abarca, en un acto casi amoroso, los sentidos visuales, auditivos, olfatorios, gustativos… Por eso fue tan dolorosa para él la meningitis que casi lo destruyó en enero de 1994, privándolo prácticamente de la vista y del oído que era para él la compañía más íntima y sensual de su cuerpo enfermo. Sus pasiones eran Presley, Elvis Presley, Bob Dylan, los Rolling Stones, sobre todo Elvis: cada año, cada 16 de agosto, Carlos viajaba a Memphis para conmemorar el aniversario de su muerte. Su colección de fotografías tomadas por él mismo constituye un singular archivo de la importancia del rey del rock. Como a muchos padres que nos quedamos en Agustín Lara y Ella Fitzgerald, me resultaba difícil seguirle por los meandros de sus gustos musicales. En cambio, sentía una identificación amorosa con sus literarios, la poesía de Keats, Baudelaire y Rimbaud, el teatro de Oscar Wilde, las novelas de Jack Kerouac y la filosofía de Nietszche… En la lectura, Carlos trascendía la imagen para buscar afanosamente -no sé si para alcanzarla- la metáfora, la encarnación de las cosas del mundo en su parentesco más misterioso, más lejano pero más cierto; la relación más olvidada pero más natural, simplemente, entre esto y aquello. Carlos, desde los lechos de los hospitales que debió frecuentar a medida que recobraba milagrosamente la vista y el oído pero perdía, a veces por errores irresponsables e imperdonables de la cirugía, otras funciones mentales, no abandonaba nunca el papel y la pluma, el dibujo y el poema, en una búsqueda febril del sentido profundo de todas las cosas que le iluminaban la vida al tiempo que se la arrebataban. Digo “milagro”. Tiene un nombre: la atención de un eminente epidemiólogo mexicano, el doctor Juan Sierra, devolvió a Carlos, una y otra vez, a la vida creativa. Carlos realizó su trayecto artístico con urgencia, con alegría, con dolor, pero sin una sola queja. Sus ojos profundos, brillantes a veces, ausentes otras, nos decían que el dolor individual de nuestro cuerpo es no sólo intransferible, sino inimaginable para los demás. Si no lograba transmitirlo en un poema o una pintura, el dolor permanecería para siempre mudo, solitario, dentro del cuerpo sufriente. Hay una gran diferencia entre decir “el cuerpo me duele” y “el cuerpo duele”. Cómo darle voz a uno y otro dolor es el enigma planteado por Elame Scarry en su gran libro El cuerpo adolorido. Mi hijo se lo propuso a sí mismo en términos de urgencia verbal y visual. “¿Viviré mañana?”, se pregunta en uno de sus poemas. “¿Viviré mañana? No lo sé decir. / Pero no me iré sin resistir. / Esta recámara es mi núcleo. / Pensar bajo las cobijas es mi fuga, / con los ojos cerrados, / para escuchar mi miedo escondido en el silencio, / mi miedo que al romperse se vuelve el desconocido mal. / Sea bienvenido el misterio, / pero mi reacción, desconocida también, / también por ello me aterra. / Entonces mi temor no tiene tiempo / de pensar su terror/ y la belleza me embarga toda entera. / No existe lo predecible. / Y éste es el temor mayor./ Quiero verte / en la misma posición, sacudida en llanto, / despojada por una semana más / de tus débiles apoyos. / “Cada hombre mata lo que más quiere”. / Cada mujer se dejará amar hasta la muerte. / ¿Cuál es el amor hasta la muerte? / ¿Es sólo un peregrino de todas las semejanzas?”. Mi hijo sentía una gran identificación con los artistas que murieron jóvenes, John Keats, Egon Schiele, James Dean, Gaudier-Brezka… No tuvieron tiempo, me decía Carlos, de ser otra cosa sino ellos mismos.

Alguna vez le hablé de su tío desaparecido, Carlos Fuentes Boettiger, hermano de mi padre, muerto de tifoidea al iniciar sus estudios en la ciudad de México a los 21 años de edad. Como Carlos mi hijo, nuestro tío empezó a escribir muy joven y publicó en Xalapa, Veracruz, una revista literaria que contó con el apoyo del poeta Salvador Díaz Mirón. Hay una extraña similitud entre el poema de mi hijo muerto a los 25 años y otro de mi tío muerto a los 21 años. Encuentro en la revista Musa Bohemia un poema escrito por mi tío Carlos Fuentes en 1914: “Tengo miedo al reposo, aborrezco el descanso… / Me acobarda la noche / porque entonces mi vida se yergue en un reproche, / me mira gravemente y me muestra después / el fantasma tremendo, la terrible vejez”. Ninguno de los dos llegó a la “terrible vejez”, pero el temor de lo impredecible nos acerca a mi mujer y a mí, sus padres, al dolor que hoy entendemos mejor de tantos amigos nuestros que perdieron tempranamente a un hijo, Tola Miranda y René Creel a su hija Sofía, Isabel Allende a la suya, Paula; al dolor de Nina Zambrano y el de los artistas Ben Yakober y Yanick Vu, cuya joven hija pereció en la hermosa isla de Mallorca donde Carlos dejó su obra pictórica inicial al cuidado de un gran artista y amigo, Ramón Canet. Ana María Icaza y a Ramón Xirau, cuyo hijo, otro joven talentoso y de gran promesa, Joaquín, murió a los 27 años, igual que mi hijo Carlos, un 5 de mayo. Y el otro Carlos, Carlos Fuentes Boettiger, murió también un día de mayo, en 1916… Junta de sombras, fatalidades entrelazadas y muerte, junto con las personas, de todo lo que dejan, inerte, en un cajón, en un ropero, en un lienzo vacío o una página en blanco. Y a pesar de todo, pugnamos por mantener el calor del objeto, la vigencia del trazo, la huella del caminante…

2005. El 22 de agosto, el matrimonio Fuentes Lemus fue sorprendido en Londres: Natasha fue encontrada muerta en plena vía pública, bajo un puente peatonal, en Tepito; tenía 29 años. El parte médico determinó que por congestión visceral generalizada y paro cardiaco, algunos medios aseguraron que por drogas. Sobre ella, a quien alguna vez describió como una “isla solitaria”, su padre escribió:

“Fue una niña retobona, alegre, llena de imaginación y humor. La gran ilusión de un padre es que su hija sea siempre una fuente de ternura y entre siempre a la sala haciendo cabriolas. Pero las fotografías se desvanecen, las gasas se rasgan, las sedas se amarillean. La primera comunión no es un evento eterno”. “Si todas las mujeres que he querido se resumen en una sola, la única mujer que he querido para siempre las resume a todas las demás. Ellas son estrellas. Silvia es la galaxia misma”, escribió (En esto creo, Seix Barral, 2002).

Y a pesar de los pesares, las pérdidas y el dolor, Silvia Lemus y su esposo continuaron unidos durante 40 años, de un lado a otro: ella con un férreo compromiso personal de promover la obra de su hijo; él con la memoria cargada de recuerdos y escribiendo historias… hasta ahora que se separan de forma definitiva.

SU LITERATURA. Como Miguel de Cervantes, escribía a mano cuatro horas diarias y, bajado de su pedestal, cada semana plasmaba su análisis, sus recuerdos, su postura, su guía y sus interrogantes sobre diversos temas, hasta la víspera de su partida, en Reforma.

Con Octavio Paz hasta su muerte, y después ya solo, fue la voz de México en el mundo. Ningún mexicano, ni el más poderoso, ni el más rico, ni el más ubicuo, ha tenido su presencia en la literatura, la academia, la política, el arte y la vida social.

2012. Murió el “Día del Maestro”, como discípulo moral de su hijo y gran maestro de la literatura y de la vida. Escogió para su descanso en paz el Cementerio Montparnasse en París, Francia, junto a sus hijos Carlos y Natasha. Como él escribió de la obra de su amigo Fernando Benítez, el mejor homenaje es volver a leer y hacerlo con sus inéditos más recientes libro, Federico en su balcón y Personas.

Meditar su pequeña “nota mexicana”: Preocupado e impaciente por candidatos a la Presidencia que no debaten los grandes temas de la actualidad les reclamó estar sólo “…dedicados a encontrarse defectos unos a otros y dejar de lado la agenda del porvenir”. “Este señor –Enrique Peña Nieto- tiene derecho a no leerme, lo que no tiene derecho es a ser Presidente de México a partir de la ignorancia, eso es lo grave”.

Es como leer una conciencia crítica del siglo XX mexicano: en su homenaje, leámos más a CARLOS FUENTES.

Héctor Rodríguez Espinoza

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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