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viernes, noviembre 22, 2024

El agua y nuestro falso sentido de seguridad

Bruno Ríos
Bruno Ríos es doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Houston. Escritor, académico y editor.

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Las palabras importan. Importan en el sentido más literal ya que no sólo describen fenómenos tangibles de nuestra realidad cotidiana o natural, sino que son capaces de darle forma a cuestiones que nos parecen muchas veces indecibles. Estoy hablando por supuesto de las emociones, pero también del lente con el que entendemos el mundo. Lo que el lenguaje nos exige es que lo utilicemos de una forma en la que muy pocas veces estamos conscientes de sus consecuencias. En muchas ocasiones, lo que pasa es que somos los destinatarios de usos del lenguaje que tienen una función política e ideológica específica. A través del lenguaje nos hacemos responsables de nuestro mundo, o también nos deslindamos de esa responsabilidad.

Me perdonará usted, querido lector, este largo preámbulo para hablar sobre el agua y nuestro falso sentido de seguridad. El agua como tal la tenemos como un recurso que a veces damos por sentado, como si estuviera ahí única y exclusivamente para servirnos de medio y fin productivo. Llama la atención – y da risa también – cómo en el lingo periodístico se usa el eufemismo “vital líquido” para referirse al agua. Da risa por lo rebuscado, pero en este caso es una descripción literal: sin agua no hay vida y ya está. Lo que pasa es que esa categoría, la de vida, no sólo aplica para los seres humanos. Mejor, aplica para el planeta entero.

Desde la distancia, da un gusto enorme que estemos viviendo uno de los años más llovedores de la historia reciente en el desierto de Sonora. Da un gusto enorme porque la sequía es una crisis inmensa, más que cualquier otro desastre “natural” que nos podamos imaginar. Por tomar un ejemplo fácil de entender: por lo menos en Estados Unidos, de los 10 desastres naturales más costosos de la historia, 7 son sequías.

Ir y pararse ahí en ese espejo de agua que es la presa Abelardo L. Rodriguez y darse cuenta de que los ríos tienen memoria es algo muy lindo. La naturaleza tiene la capacidad de resarcir sus propias heridas, de retomar rumbos y cambiar paradigmas que creíamos perdidos. Pero, al final, creo que ahí está también el inmenso reto de su conservación. El agua, nos lo han dicho mil y más veces, es un recurso renovable, cíclico. Por ende, le hemos apostado su uso y explotación a ese ciclo que sobre todo ahora nos resulta insuficiente.

El problema con pensar en el agua como un recurso infinito es que hemos diseñado nuestras sociedades bajo la premisa de la complacencia, como si nuestro propio uso y exceso fuera también constante. Cabe mencionar aquí que nos estamos aproximando ya a los 8 mil millones de habitantes en la tierra. Por ello, consumimos más de los recursos que el planeta puede producir sustentablemente en un año casi al doble. Necesitaríamos casi dos planetas para sostener este ritmo de consumo y su exceso a posteridad. Y no tenemos dos planetas.

Aquí es donde creo que es importante ponerles atención a las palabras, a la forma en la que justificamos nuestros hábitos. También nos han dicho desde siempre que hay que cuidar el agua, pero el problema está en que la responsabilidad no puede resumirse en acciones individuales. La única manera que tenemos de no sufrir las consecuencias que se nos vienen encima es la de cambiar el sistema en su totalidad.

Como nos ha advertido Bill McKibben desde hace ya un buen número de décadas: lo natural en su forma más pura ya no existe, dejo de existir cuando cambiamos la atmósfera. Vivimos ya en un mundo en el que esa dualidad es imposible. Ningún lugar en este planeta está libre de nuestra influencia porque cambiamos el planeta entero con el aire. Sin embargo, cambiamos también de forma conveniente la manera en la que nos referimos a ese problema. Así como decimos “vital líquido” para decir agua, también decimos “cambio climático” para no decir calentamiento global.

Lo que estamos experimentando en el desierto, con esas lluvias torrenciales y sequías que duran décadas no es “cambio climático”. Hay que usar las palabras correctas: estamos calentando el planeta de forma irresponsable y acelerada, tanto que la región sonorense se convertirá en un infierno en la tierra en el transcurso de nuestra vida. No la siguiente generación. Nosotros, solos.

Hablar de cambio climático es manipular el lenguaje para el beneficio de quienes más lo destruyen: la industria, la agricultura industrializada, la ganadería, los productores de petróleo y sus derivados, los plásticos, y un infinito etcétera. El calentamiento global es una emergencia presente, no futura. Empecemos por nombrar a los responsables reales, no a las víctimas que somos todos los seres vivos.

Para finalizar, no basta con cuidar el agua, y sobre todo no basta con tener un año de buenas lluvias. La crisis del calentamiento nos llevará a esos extremos opuestos mucho más rápido de lo que imaginamos: sequías más largas y lluvias e inundaciones más violentas de forma exponencial. Empecemos por las palabras.

Bruno Ríos

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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