Martin Heidegger, uno de los filósofos más controversiales y también más conocidos de la filosofía continental, escribió en El ser y el tiempo que las cosas que están siempre a la mano (esas que damos por sentado) sólo se vuelven visibles cuando nos fallan. Es decir, el puente que cruzamos todos los días nos parece algo cotidiano hasta el momento en el que se derrumba; una herramienta – digamos un martillo – cumple siempre su función de golpear clavos hasta que se quiebra. Me parece una idea provocadora precisamente porque, por lo menos para quienes crecimos en un contexto latinoamericano y también norteamericano, pareciera imposible pensar un diciembre sin Navidad.
Y pasa precisamente sin que lo pensemos porque nunca nos ha pasado por la cabeza la idea de que, en efecto, diciembre es otra cosa para otros; esos otros no como uno, esos otros que se alejan de eso que damos por sentado.
Como por azar, y tal vez como una forma de desprendimiento también que me ha servido mucho, mi vida profesionalmente dio un giro inesperado. En medio de la pandemia y con un mercado de trabajo en crisis, tomé la decisión de comenzar a laborar en una institución educativa de un giro totalmente distinto a cualquier otra en las que había estado anteriormente. De pronto, me hallé dando clases en una escuela judía.
Debo confesar que el judaísmo, como religión, pero también como identidad cultural, si bien no me eran totalmente desconocidos (especialmente tratándose de la base judeocristiana del contexto católico mexicano y latinoamericano), tampoco lo conocía de fondo. La experiencia, sin embargo, ha sido reveladora en varios sentidos. En primera instancia, la cosmovisión del judaísmo es increíblemente amplia, en especial la que representa un pluralismo religioso y cultural que podría ser comparable hasta cierto punto con todos los sabores y colores del cristianismo.
Mi institución se jacta de ser de reformista, es decir, es de un corte abiertamente progresista y me atrevería a decir que de izquierdas. Además, se promueve ante todas las cosas lo que en hebreo se dice machloket: una práctica intelectual en donde existe un desacuerdo respetuoso e inteligente como una forma de adquirir nuevos conocimientos.
Más allá de las minucias del contenido medianamente religioso que en ocasiones está presente en la institución, lo que quiero decir hoy es que justo en un contexto como ese se comprueba la idea de que lo que está a la mano falla al hacerse visible. Obviamente, en esta comunidad la Navidad no existe como tal, no se celebra ni se promueve. Existe el Janucá, que es el festival de las luces y que en muchas ocasiones coincide con la Navidad, pero no hay un valor intrínseco ni simbólicamente equivalente a la celebración cristiana.
Hay, pues, un diciembre sin Navidad ahí mismo, unas fiestas de fin de año que no tienen nada que ver con la iconografía ni el simbolismo que está en todas partes en este lado del mundo. Así, como por arte de magia, la Navidad cobra otro sentido porque deja de ser invisible. Sólo en el momento en el que nos damos cuenta de que existen diferentes formas de ver el mundo es que dejamos de pensar que nuestra forma es la única posible.
Mis alumnos, judíos en su mayoría, se quejan de ello todo el tiempo: las referencias al cristianismo como la herencia cultural mayoritaria están por todas partes. Es un síntoma de ser, así, una minoría, una excepción también de la norma.
Para mí ha sido una lección muy valiosa en cuanto a no dar por sentado lo compartido. Mejor, habrá que aceptar y promover esa diferencia, incluso cuando no se profese religión alguna. Vivir en el margen cultural, cualquiera que sea, es también darse cuenda de que el común no les pertenece a todas las culturas que lo componen, a todas las identidades. A veces nos enseña más un diciembre sin Navidad que lo que sea que diga el libro sagrado de su preferencia.
Bruno Ríos es Doctor en Literatura Latinoamericana, profesor de lengua y literatura hispánica y escritor. Twitter: @brunoriosmtz