Columna Desde la Polis
Mi padre nació en Divisaderos. Era un municipio que había sido creado apenas un lustro antes. Como alguien podrá imaginarse, el medio rural sonorense de hace 84 años era profundamente rudimentario. La mayoría de los pocos pobladores andaban a pie, otros lograban tener su caballo y una rara excepción tenía acceso a un vehículo. No había infraestructura, no sabían lo que era el drenaje o el agua potable. Mi abuela dio a luz más de diez veces, pero sólo siete de sus hijos se lograron; los otros bebés, recién nacidos o alguno siendo niño, fallecieron por no tener acceso a atención médica. No era descomunal que los hombres del campo trajeran fajada una pistola y por lo tanto, tampoco fue ajeno a aquel mundo el que -tras una borrachera en la cantina- una persona matara a otra. Era un ambiente rudo y recio.
En ese contexto, mi padre -desde chiquito- aprendió lo que se aprende en una milpa, a trabajar la tierra y a los animales. Aprendió a montar y aunque jamás tan bien como mi abuelo, aprendió también a lazar. Nada de esto era extraordinario, era simplemente cumplir con su destino al haber nacido en esas condiciones. Sin embargo, con el pasar de los años, mi padre tuvo acceso al mundo de las ideas y de la educación. Cursando hasta la preparatoria en la sierra, se convirtió en el primer originario de su pueblo en aventurarse al mundo universitario. ¡Vaya carga emocional saber que uno abre ese camino! Al llegar a Hermosillo, se enfrentó a un mundo distinto. Eran los cincuentas pero ya había automóviles, avenidas, infraestructura. Era todavía un lugar muy atrasado, pero gigantesco era el avance en comparación a Divisaderos.
Quienes provienen del medio rural sonorense y hoy superan los sesenta años de edad, entienden la honda nostalgia y melancolía que provoca el terruño y sus recuerdos. Eso es algo con lo que siempre cargó mi padre, y fácil hubiera sido para él “tirar la toalla”, regresar al pueblo y vivir la misma vida que todos los que lo antecedieron. Sin embargo, una fuerza interna le impidió claudicar y el hambre por querer ser mejor, con espíritu recio y abrazando a su origen, lo llevó a convertirse en el mejor estudiante de su generación y a la postre, en el mejor abogado también. Sin embargo, el “jalón” del terruño le impidió ir más allá de Hermosillo. Alguna vez me dijo que llegó a pensar en un doctorado en Italia (hubiera sido mucho más complejo que irse a la Ciudad de México), pero simplemente no se animó a una o a la otra cosa. No puedo ni imaginar a qué niveles de desarrollo intelectual, profesional y político hubiera llegado mi padre -con su capacidad- si hubiera emigrado.
Las oportunidades y el entorno que yo tuve fueron exponencialmente mejores que las de él. Aires acondicionados, baños (¡!), televisión, computadora, libros (muchos) en casa, etc. era algo normal para mí. Pero por algún motivo siempre me aferré -con gran orgullo- al origen humilde y adverso de mi padre y al aún más complicado, que fue el de mi abuelo. Haberme quedado a estudiar abogacía en Hermosillo (con mis profesores habiendo sido alumnos de mi padre) hubiera sido apagar ese fuego, esa hambre. Era imperativo salir de su sombra y me probé en lo mejor que había disponible en México y después, producto de mi esfuerzo, no me limité y me probé en lo mejor del mundo: Harvard. De alguna manera cumplí con las cuentas pendientes en la historia de mi padre, pero con un rumbo por propio. El éxito obtenido es mi tributo a mis ancestros.
Me animé a salir de nuestra aldea porque quería probarme, quería aspirar a formarme y a medirme entre los mejores. Me fui porque no tuve miedo a soñar y porque obviamente confiaba en mis capacidades. Hay algo lamentable en todo esto, pero desde joven entendí que es natural y es un fenómeno muy humano: el de aquellas personas a quienes las corroe la envidia. Traigo a colación esto último porque pareciera -en el mundo de la politiquería- que es un pecado salirse de la mediocridad estándar; está prohibido romper el cerco de la medianía. Hay gente que no le perdona a Ernesto Gándara el haber estudiado en París y haber radicado en la Ciudad de México por años (pues ahí está la élite política del país). Absurdo se cuestione su arraigo. Igualmente, hay mediocres que critican a Alfonso Durazo por haber dejado su pueblito, haberse enfrentado -solito, sin padrinos, sin “un papá con palancas”- a lo desconocido, a como Dios le dio a entender, como estudiante en el DF de los setentas… y no le perdonan haberse doctorado. Hay quienes juzgan -a Gándara y Durazo- por haber radicado en la capital para trabajar con Vicente Fox o por haberse ido al Senado. Es increíble (por absurdo) pero es real.
Necesitamos inspirar siempre a las nuevas generaciones, a enseñarles que cuando hay esfuerzo no hay límite; a que se sientan orgullosos de ser sonorenses pero no teman emigrar para crecer. Con suerte unos se atreverán -como algunos lo hicimos- a regresar a pesar de los tremendos obstáculos que aún existen en nuestra entidad, con la esperanza de aportar al cambio.
Jesús Manuel Acuña Méndez.
El autor es Presidente Fundador de CREAMOS México A.C. y especialista en políticas públicas por la Universidad de Harvard. jesus@creamosmexico.org
@AcunaMendez