Columna ContraCanto
Están allí, agazapados, silentes y dispuestos. Habitan los anaqueles de la biblioteca, los estantes de librerías, en el cajón de las valijas.
Viajan en el equipaje, en las mochilas de los niños. Cambian de lugares, de mano en mano. Son la festividad, la euforia: la luz que se desprende y nos baña de conocimiento.
Algunas veces nos guiñan un ojo, indiferentes seguimos nuestro paso, pero algo se nos queda dentro, como una cita pendiente a la que no sabemos en qué momento habremos de acudir.
Huelen a lo que contienen, la historia y el paso del tiempo, el sol o la sombra. A veces nos rasgan el interior, hacemos pausa al irlos esculcando, detenerse es inevitable. Otras veces se nos caen de la mano, y no se agüitan, pacientes saben esperar por el retorno de nuestras miradas.
Una vez pateamos una bolsa en el basurero al fondo de la casa de doña Mariíta, la sorpresa no nos cupo en los ojos, de ahí emanaron los títulos más mágicos: uno de cuentos, otros de poesía, incluso aquella historieta donde un pirata con mano de gancho cruzó los mares y nosotros de su compañía.
Otra vez nos llevaron a una biblioteca, en fin de semana, porque había un festival de teatro con títeres, mis amigos y yo nos perdimos la función por estar ojeando y hojeando, algo escuchamos desde una de las salas, eran algunos niños que aplaudían, pero nosotros hipnotizados no dejábamos de mirar, tocar y sentir en las páginas.
En desbandada nacieron para acompañarnos, a veces en nuestras manos, en ocasiones dentro del aula, en noches antes de dormir, en la lectura de nuestros padres que nos blindaron de emoción los posibles desasosiegos. Luego nosotros les leísmos a ellos, a manera de reciprocidad o venganza, porque también alguna vez nos quedamos dormidos de cansancio y no de aburrición.
Permanecen ahí, al alcance de nuestras miradas, en el librero casi desvencijado, en el que se muestran los mismos títulos de siempre y a los cuales de a poco hemos ido accediendo.
Una vez me encontré pro accidente El apando, de José Revueltas, cuando iba a sacar el balón del mueble de los zapatos, para regresar al llano a reconstruir las páginas de nuestra historia de adolescentes. Inamovible me encontraron los morros del barrio, les tiré el balón para continuar con la lectura, después vendrían los otros cuentos escritos por Pepe, el revolucionario, Morir en tierra, por ejemplo, es una historia que aún no termino de sacudirme de la conciencia: cuánta capacidad de filosofía, de retratar la vida y sus desolados paisajes, las desventuras. Te amo, José.
Luego vino el hurto aquel que ahora me atrevo a confesar. De cuando una vez en una biblioteca de una de las cárceles que he visitado llevando talleres de escritura. Lo miré y me sedujo, porque también se me quedó viendo, de pasta dura, azul la cubierta y letras negras describiendo el título.
Traía camisa blanca, el ejemplar. Lo toqué despacio, como aquella primera vez, lo abrí con parsimonia, lo volví a cerrar, volteé hacia todos lados, y a prisa lo metí a mi morral. El hombre del traje gris, de Sloan Wilson, una de las mejores aventuras que he vivido en letras.
La segunda guerra mundial, los barcos, el amor, la chimenea y un piano que arde, la lealtad, las bodas habidas y por haber, el accidente y el disparo contra el compañero de batallón. María y Tom, el amor para siempre. Los personajes más entrañables.
A los libros. Ah, los libros.
L. Carlos Sánchez