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viernes, noviembre 22, 2024

Los jesuitas, su expulsión y orfandad cultural del noroeste

Héctor Rodríguez Espinoza
Doctor en Derecho, catedrático desde 1969 del Departamento de Derecho de la Universidad de Sonora. Editorialista y autor de 25 libros de Jurisprudencia y Cultura, Ed. Porrúa y Editorial Académica Española. Expresidente del Consejo de Certificación Barra Sonorense de Abogados. Profesionista distinguido 2013 y 2016.

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última parte

¡Dejemos que hable, otra vez, la voz de los jesuitas, y con ella, entre rencoroso y agradecido, el eco y murmullo inédito y subterráneo de nuestros ancestros!

6. SUS CRÍMENES” Y SU EXPULSIÓN DE LOS REYNOS DE ESPAÑA. (HISTORIA GENERAL DE SONORA, T. II, P. 146).

Gerardo Cornejo. En la dimensión histórica y los campos de la ideología y la política, un juicio crítico severo y a fondo lo hace Gerardo Cornejo, al vincular la labor de los religiosos que predicaron en Indoamérica, con su pertenencia y subordinación a una Institución pilar de -lo que él llamó- la “trinidad embrutecedora” de las sociedades latinoamericanas, con el gobierno y el terrateniente.

Analiza la literatura indigenista (dedicada “al estudio de la situación de las etnias y que han hecho aportaciones válidas para el entendimiento y explicación de la cuestión india”) y afirma que los temas vertebrales lo constituyen la denuncia de sus opresores, por “los actos cometidos por las tres instituciones que integran la trinidad embrutecedora y que vienen a ser nada menos que los pilares de las sociedades latinoamericanas: la Iglesia, el gobierno y el patrón hacendado-gamonal-cacique-terrateniente. En esta triple alianza, cada integrante tiene un papel específico y definido que desempeñar. La Iglesia se encarga de la enajenación y el convertimiento del indio por medio de la prédica adormecedora de la sumisión y del temor hacia el castigo de Dios y hacia el infierno. Con evidente complicidad, defiende la enseñanza de que el estado de explotación y miseria a que está sometido el indio es el estado natural de cosas ordenado por la sabiduría divina…”. (Gerardo Cornejo Murrieta. I986. p. 68.)

Gerardo Decorme, S.J. En un plano contrario, comprometido con la teología cristiana, expone:

Analiza “la vida interior y privada del personal que trabajaba en tan extenso campo”, buscando respuesta a “si eran efectivos sus anhelos de perfección en la imitación y amor de su Divino Maestro” y relaciona “los defectos o crímenes que hayamos atribuido a los jesuitas mexicanos, para que el lector pueda juzgar por sí mismo si son tantos o tales, que la compañía pueda dejar de ser benemérita de un país y religión”. Como hombres que eran -afirma- tenían defectos y vicios y cometieron faltas, algunas “miserias particulares domésticas que, como tales, se habrían de tratar y lavar en lo doméstico” y otras “graves”, que más adelante brevemente referimos:

En los principios, siglo XVI, ‘había algunos que no se dedicaban bastante a los ministerios humildes con negros y mulatos, o no tanto al recogimiento y oración; se representaban demasiadas comedias o funciones ilustrosas y algunos coadjutores eran poco humildes.

En el siglo XVII, algunos procedían con falta de oración y caridad; recibían dinero; un provincial admite el esplendor y lujo de un obispo; asistían a procesiones, comedias, actos de corpus, coloquios o toros; los colegios contraían deudas desorbitantes; desobedecían la prohibición de fumar y usar rapé; algunos padres y profesores usaban generalmente criados; entre los jóvenes se descuidaba el uso de las lenguas indígenas; había flojedad en visitar cárceles y hospitales; confesaban monjas con demasiada frecuencia; tomaban vacaciones o se restablecían en las haciendas de seglares; asistían a las comedias de palacio; y jugaban algunos a los naipes.

En el siglo XVIII, las faltas son por el estilo: se paseaban en coche, permitido sólo a los padres que pasaban de 30 años; ciertos padres disfrutaban comidas exquisitas condimentadas fuera; visitaban con demasía a mujeres y se permitían familiaridades con ellas.

Estas eran las faltas generales que se iban remediando conforme las advertían los superiores locales.

Para las faltas graves, tenía la Provincia su cárcel en Tepotzotlán y en algunos Colegios se les encerraba y castigaba: cuarenta días de disciplina pública, tres ayunos a la semana y a veces diarios a pan y agua y hasta los grilletes.

El caso más ruidoso fue el crimen de la profesa, la noche del 7 de marzo de 1743, el coadjutor José Villaseñor asesinó al prepósito Nicolás de Segura y cuatro días después al H. Juan Ramos, portero. La causa duró más de un año, con base en “indicios bastantes”, imponiéndosele la pena extraordinaria que sirviera de galeote por diez años en las galeras de Su Santidad. Embarcado a Cádiz para cumplir, no se sabe por qué riña, un marinero lo mató a puñaladas.      

Hubo terribles y enconados pleitos sobre diezmos y jurisdicción entre otros, con los cabildos y el virrey y acusados incluso también de poseer exorbitantes riquezas. (Gerardo Decorme, S.J. 1941, p. 355 y sig.)

Su expulsión del NO. Anticipamos ese hecho trascendental para el desarrollo de las provincias internas de occidente. Como se sabe, el 27 de febrero de 1767 el Rey Carlos III dispuso que todos los integrantes de la Compañía de Jesús fueran expulsados de sus dominios, por un proceso más o menos largo, cuyos verdaderos motivos se callaron por razones de Estado. Sin embargo ¿las más conocidas?:

Según Ignacio del Río, la orden puede explicarse básicamente en función del desarrollo de la política regalista, “aquella aplicada para imponer la autoridad del Estado sobre la Iglesia en las Indias y sus vasallos”, que provocó el problema del doble compromiso de los integrantes de la Compañía ante el Rey y ante el Papa, de ascendencia disminuida. También su predominio en la educación superior, la idea de que eran dueños de enormes riquezas y de que en la Baja California, como en Paraguay, habían establecido formas autónomas de gobierno. En una época en la que se invocaba el nacionalismo para justificar actos de los monarcas, la gran cantidad de misioneros extranjeros que gradualmente se incorporaban a la Compañía, la hicieron vulnerable.

Vicente Riva Palacio. En su “Historia del Virreynato, México, a través de los siglos, Tomo II, Editorial Cumbre, 1976), dedica todo un capítulo al extrañamiento:

La Compañía de Jesús llegó a ser temida por todos los Gobiernos católicos de Europa, había crecido y extendido rápidamente y, en menos de tres siglos, se apoderó del mundo católico, “adhiriendo sus raíces desde el solio del Pontífice romano y del trono de los reyes de Europa, hasta las perdidas cabañas de los pimas en los inexplorados bosques de la América. Poderosos por sus incalculables riquezas, invencibles por su ciencia, terribles por su sabia organización, los jesuitas eran, a mediados del siglo XVIII, la más temible institución de la tierra. Todos podían decir de dónde venían; los hombres más pensadores no alcanzan hoy mismo a adivinar a dónde iban; la cuna del Instituto de San Ignacio de Loyola podía contemplarse en Manresa, estaba envuelto en el misterio”.

La asociación contaba todos los cerebros, corazones y vidas para cualquier objeto que redundara en su gloria o en su beneficio, “y con igual facilidad disponía de un grupo de teólogos eminentes para sostener una cuestión dogmática, como de uno de misioneros que se lanzara en medio de las tribus salvajes a predicar el Evangelio y a sellar con su sangre en el martirio sus votos de obediencia”. (1976. p, 825.)

Aquel su modo de ser la hizo peligrosa para los gobiernos, temible para las naciones, pero al mismo tiempo altamente útil para los pueblos y para las sociedades; la ciencia tomó vigoroso vuelo con sus escritos: no se reducían a las ciencias teológicas y morales; tenía representantes distinguidos en todas las ramas del saber de esa época; anatomía, física, botánica, zoología, contaban con algún libro escrito bajo el sistema eficaz de la especialidad. Es muy importante destacar que algunos Jesuitas predicaron, directa o indirectamente, la Doctrina del Probabilismo, como el Padre Escobar, en su Tratado de Teología Moral, el “primer ataque salido del seno mismo de la Iglesia contra la infabilidad eclesiástica, y por eso fue el Probabilismo piedra de escándalo y terror de los partidos del pontificado”. (1976, p. 826.)

También las Doctrinas sobre el Tiranicidio y del derecho al Regicidio, del Padre Mariana, espantaron a los Monarcas, que veían la mano de la Compañía en las tentativas contra su existencia.

Casi desde su fundación en el siglo XVI, fue acusada de anticristiana, ataques extremados en los siglos XVII y XVIII por muchos Obispos, principalmente franceses, tachándolos de “verdaderos corruptores de la sociedad, como el elemento disolvente de todo lo que era considerado como humano, religioso, noble y digno”. (1976, p. 826).

Una de las graves acusaciones publicadas se contiene en las confesiones del Dr. Don Juan Espino, ante la Inquisición de Granada el 30 de septiembre de 1743, que corrían manuscritos “por todas partes”, “refiriendo acerca de mónitas secretas de los jesuitas, pormenores tan terribles y vergonzosos, que eran por sí solos capaces de poner odio contra la Compañía en el corazón más imparcial”. (1976. p. 826). Las Universidades de España y de Francia se unieron a los enemigos de la Compañía, siendo Pascal uno de sus más terribles enemigos, en sus célebres Cartas Provinciales.

“Quizá muchas de esas acusaciones eran infundadas calumnias, hijas no más de la pasión y del calor de la lucha, pero hay en el fondo mucho de verdad ya descubierta y que deja entrever más profundos abismos en los proyectos y en la marcha de aquella asociación”. (1976. p. 827).

La Doctrina del Probabilismo resultó la más reprobable y peligrosa para un católico, y la del Regicidio, la más terrible para un gobierno monárquico.

Luis Richiome sostuvo la Doctrina de Mariana, “declarando que en todo y por todo era ortodoxa y conforme a lo que escribieron Santo Tomás de Aquino y otros autores católicos de la religión…”(1976. p, 827).

Vicente Riva Palacio agrega:

“Los jesuitas causaron una verdadera conmoción en toda la Colonia, por la lucha que sostuvieron contra el Obispo Palafox, época cuando tuvo su más ruidosa manifestación por el carácter enérgico e intolerante del Obispo de Puebla, pero que ya desde antes había venido minando y dividiendo la sociedad, pues los Jesuitas sostenían sus privilegios, pretendiendo que, a pesar de las Cédulas reales y de los breves pontificios, podían predicar sin permiso de los Obispos. Dividiéronse los ánimos, siguiendo unos el partido de Palafox, abrazando otros las causas de la Compañía de Jesús, y con tanto calor, que fueron por algún tiempo bandos enemigos irreconciliables que se hacían cruda guerra, publicando cuanto podía desacreditar al Obispo o a los Jesuitas”. (1976, p. 710). A mediados del siglo XVIII, la revolución moral contra la Compañía, debido a la exacerbación de los ataques en su contra, estaba consumada.

Portugal fue el primer país que los arrojó de su territorio en 1759, aniversario de la tentativa del Regicidio. En Francia el Parlamento los expulsó en 1764, quedando, sin embargo, en lo individual, en libertad de permanecer en el reino si prestaban el juramento solemne de no vivir bajo el imperio del Instituto.

La Compañía, ante la tempestad, mediante su General Lorenzo Ricci, buscó y encontró amparo en el Pontífice Clemente XIII, quien firmó, en 1765, la Constitución Apostólica Pascendi, que confirmaba a la Compañía y se declaraba su inocencia, procurando ponerla a cubierto de nuevos ataques. Los Jesuitas la tradujeron a todos los idiomas y la repartieron con profusión en todos los países católicos, que exaltó más los ánimos y provocó nuevos ataques y nuevas defensas de muchos Obispos, como el de Antequera, en 1766, año en que aconteció un famoso motín en España, a punto de gravísimas consecuencias. En el aniversario del motín, al año siguiente, corrieron rumores de que el pueblo de Madrid se sublevaría nuevamente y el gobierno procedió a indagar, considerándose como principales promotores a los Padres y hermanos Jesuitas, llegándose al temor que causaran, en España o en las Indias, una revolución. Como el mal era grave, el remedio urgente fue el extrañamiento y expulsión dictado por el Rey Carlos III.

LaFuente. Para este historiador los motivos para el extrañamiento se contienen en una extensa exposición remitida a Roma, entregada al Papa por el Ministerio de Estado, sumariamente se dio cuenta de los excesos cometidos. Destacan su despotismo, la usurpación fraudulenta de los diezmos, “las enormes adquisiciones en las Indias” y las falsedades y calumnias contra el Rey y sus Ministros, sembrando la impresión de que la religión estaba decadente.

“En Nueva España se han visto las conmociones como resultas del poder jesuistico, habiéndolas anunciado y divulgado estos regulares mucho antes de su expulsión… Finalmente, para no detenerse en cosas menores, se halló que intentaban someter a una potencia extranjera cierta porción de la América Septentrional, habiéndose conseguido aprehender al Jesuita conductor de esta negociación con todos sus papeles que lo comprobaron…”, se informó. (1976. p. 833). No se distinguió entre inocentes y culpables, se pidió castigo para todos. Este es el documento:

“Si esta sociedad fue conveniente, si fue útil en sus principios a la edificación cristiana, ya está visto que ha degenerado y que ello camina a la destrucción. Los protestantes censuran el disimulo y la tolerancia con los perturbadores de los Estados; y vendrán más fácilmente a la reunión, apartada la repugnancia a un cuerpo cuyos desórdenes han creído falsamente estar apoyadas en las máximas del catolicismo…”(1976. p. 834). Se decretó su expulsión y se conservó el secreto hasta el día de su ejecución, en España y en América. El encabezado del Decreto real de 1767 decía:

“Pragmática sanción de su majestad, en fuerza de ley, para el extrañamiento de estos reinos a los regulares de la Compañía, ocupación de sus temporalidades y prohibición de su restablecimiento en tiempo alguno, con las demás precauciones que expresa”. … “…Estimulado de gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y (de) otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo;… para la protección de mis vasallos y respeto de mi corona…”(Ignacio del Río. 1985. p. 202).

Vicente Riva Palacio. Párrafo de una de las cartas del Virrey Marqués de Croix a su hermano, el 5 de junio de 1767:

“…En la mañana del día 30 del último mayo recibí la orden para su expulsión general de la Nueva España. Como todos los habitantes desde el más elevado hasta el más ínfimo, desde el más rico hasta el más pobre, son todos dignos alumnos celosos partidarios de la dicha compañía… hasta el día 29 de los corrientes al despuntar el día, …el que yo había fijado para la intimación de la sentencia… el secreto fue tan bien guardado que todo el público no recobra aún de la extremada sorpresa que tuvo cuando lo vio estallar… (1976 p 836.) La Instrucción general contenía con precisión todas las hipótesis respecto a lugares, archivos, bibliotecas, alhajas de sacristía, edades, nacionalidad, para observarse “a la letra”. Instrucciones especiales para las Indias y las Filipinas. El 25 de junio de 1767, a una misma hora, se notificó a los Jesuitas de todas las casa de Nueva España el Decreto. El Marqués de Croix y el visitador José Gálvez dieron el golpe simultáneamente, vigilado cada detalle. …Como había necesidad de poner multitud de correos extraordinarios, según Informe del Marqués de Sonora, se realizó un gasto extraordinario de $ 5, 930.00, pagado del producto de los bienes confiscados.

El mismo día de la ejecución, el Virrey Don Carlos Francisco de Croix publicó un bando cuya final contiene aquella famosa sentencia que debió haber indignado a quien poco después acaudilló la independencia de la entonces por nacer nación mexicana, Miguel Hidalgo y Costilla:

“Hago saber a todos los habitantes de este imperio que me veré precisado a usar del último rigor o de ejecución militar contra los que en público o secreto hizieren con este motivo, conversaciones, juntas, asambleas, corrillos o discursos de palabra o por escrito, pues de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer, y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno…” (1976. p. 841).

En junio fueron militarmente custodiados hasta Veracruz, y conforme las embarcaciones disponibles, se remitieron, vía la Habana, a Europa. Riva Palacio:

“La expulsión fue un acontecimiento que conmovió los ánimos en toda la Nueva España: perfectamente lo comprendieron el Ministerio de España y el Marqués de Croix y Don José Gálvez en México, merced a su habilidad, a su energía y al profundo secreto con que se dispuso y ejecutó, pudo conseguirse que no preparados los Padres con anticipación, no se opusieran los pueblos a la ejecución. Tanta influencia tenían, que el mismo Marqués dice en una de sus cartas: ‘todo mundo los llora todavía y no hay que asombrarse de ello; eran dueños absolutos de los corazones y de las conciencias de todos los habitantes de ese vasto imperio’”. (1976. p. 842.) Se consignan levantamientos en San Luis Potosí, Guanajuato, San Luis de la Paz, Pátzcuaro, Valladolid y Uruapan. Al ser confiscados los bienes o temporalidades, se creó una depositaría general y vendidas con comodidades a particulares. Además de la conmoción moral de su salida, provocó una verdadera crisis en la propiedad raíz de la Colonia, era “asombrosa la riqueza que la Compañía había llegado a acumular en los dos siglos de establecida en la Nueva España”.

Los Colegios y Misiones que ocupaban eran, en México, San Pedro y San Pablo, San Andrés, la Casa Profesa, San Ildefonso y San Gregorio; en Puebla, el Espíritu Santo, San Ildefonso y San Francisco Javier; Colegios en Tepozotlán, Querétaro, Celaya, Zacatecas, Chihuahua, Guadalajara, Valladolid, Guanajuato, San Luis de la Paz, León, Parras, Parral, Veracruz, Pátzcuaro, Oaxaca, Durango y San Luis Potosí, y a su cargo las Misiones de Sonora y Californias.

Les fueron confiscadas 123 fincas grandes y productivas, “que hasta la época presente son en su generalidad las mejores fincas rústicas de la República”. Por su inquebrantable constancia, jamás se declaraban vencidos, “desde el mismo día de su expulsión comenzaron y sus partidarios a pensar en el regreso y rehabilitación…” (1976. p. 843).

Circularon libretos difamatorios contra el Rey, algunos causaron grave conflicto entre el Virrey y el Tribunal de la Santa Inquisición de la Nueva España, resuelto por el Rey en favor de su Virrey, haciendo un severo extrañamiento a dicho Tribunal. Concluye Riva Palacio:

“El extrañamiento debe considerarse como un gran episodio en el proceso de la revolución general que iba haciendo pasar el gobierno a las manos del pueblo, pero que debía en su marcha asumir como una de sus grandes fases la lucha entre el poder temporal y el espiritual y el triunfo del primero. Los Jesuitas defendidos y sostenidos por Clemente XIII y expulsados por los Reyes de Portugal, de Francia y de España contra la voluntad del Pontífice, simbolizaba la completa independencia de los monarcas de la influencia del Papa, y si después Clemente XIV llegó a dar Bula de la extinción de la Compañía merced a las exigencias del monarca español, esto vino a probar que la revolución avanzando había llevado su influencia hasta la misma Corte de Roma. No pasó mucho tiempo en Nueva España sin que los ánimos volvieran a calmarse, y aun que nunca han faltado ardientes partidarios de la Compañía, ni ésta llegó a adquirir su antigua preponderancia ni el decreto de extrañamiento produjo serias y difíciles complicaciones. El Marqués de Croix no pudo conseguir la venta de los bienes de los Jesuitas; remitiéronse algunas cajas con alhajas y plata a España y el sucesor del Marqués tuvo que ocuparse todavía mucho en lo relativo a las temporalidades. Así terminó aquel ruidoso y trascendental acontecimiento que se creyó por muchos que haría vacilar el trono de Carlos III. (1976. p. 847).

Reflexión final de Riva Palacio, enfoca y resume la tarea ejercida por los Jesuitas en la Nueva España:

“Como en el siglo XVI los Franciscanos, los Jesuitas en el XVII puede decirse que fueron los verdaderos apóstoles del cristianismo en la Nueva España, consagrando su empeño a la conversión de las naciones que habitaban al norte y al occidente de la Colonia. Con dificultad podrá encontrarse otra Orden religiosa que en ese siglo haya contado mayor número de sus hijos muertos a manos de los indios en la ardua tarea de convertirlos al cristianismo, ni que con mayor actividad y energía emprendiera tan ruda fatiga y alcanzara tan abundante fruto, y hay que notar, además, que el carácter de las naciones que poblaban el norte y el poniente de México era más terrible, más independiente y más indomable que el de los Tlaxcaltecas, Mexicanos y Tarascos.

La civilización y la cultura de estas naciones puede decirse que las predisponía para recibir con más facilidad el yugo de los conquistadores y el cambio de la religión, porque la civilización y la cultura, si se exaltan y aquilatan el patriotismo platónico, minan y amortiguan la energía y la constancia necesarias para producir las heroicas manifestaciones del patriotismo verdadero, que convierte en héroes o mártires a los hijos de un pueblo cuya libertad está en peligro. Apenas se registran misioneros víctimas de los indios en el centro de los dominios españoles en México, al paso que abundan ejemplos de víctimas entre los predicadores del cristianismo en las fronteras, y si los primeros religiosos que llegaron a la Nueva España pueden citarse como modelos de humildad, de laboriosidad y de amor a los indios, los misioneros jesuitas del siglo XVII en las fronteras, pueden señalarse como ejemplo de valor, de abnegación y de energía; injustos han sido con ellos los historiadores, y sobre todo los que alardean adhesión a las Órdenes religiosas, que sólo se han ocupado de presentar como héroes del cristianismo a los Franciscanos que predicaban en los pacíficos reinos de México v Michoacán”. (1976. p. XII).

Debemos aclarar: para la referencia de los testimonios de los Jesuitas preferimos, a propósito, previo un párrafo introductorio y subsecuentes subtítulos, citar textualmente fragmentos escogidos de sus obras. Porque son testimonios históricos y únicos, cuyo texto impone respetarlos tal cual; porque son descripciones y juicios muy delicados, severos algunos, sobre todo cuando se trata de la personalidad de los indígenas que poblaban las congregaciones, rancherías y pueblos de la Provincia de Sonora, y que son -querámoslo o no- una gran porción biológica de nuestra génesis cultural; y porque, finalmente, mi propósito es reflejar y revivir, con su evocadora espontaneidad y frescura, el momento histórico que relatan. Se verá que no cuesta mucho trabajo transportarnos a la época y lugar de sus descripciones y vivencias. En otras y pocas palabras, sin perjuicios, sin dogmas con un espíritu y criterio abiertos, ¡dejemos que hable, otra vez, la voz de los jesuitas, y con ella, entre rencoroso y agradecido, el eco y murmullo inédito y subterráneo de nuestros ancestros!

Héctor Rodríguez Espinoza

Aviso

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