Por Victor S. Peña *
Tan cotidiano que pudiéramos estar dejando de verlo. Tan importante como para ponerlo sobre la mesa y decidir qué es lo que le corresponde a cada cual.
Va una imagen: bajo el paso elevado que conecta la calle Pino Suárez con el boulevard Luis Encinas, a un costado de Radio Universidad, donde Abelardo L. Rodríguez se convierte en Avenida Rosales, pueden verse personas viviendo. No son pocas, no es reciente. Los muros, ennegrecido por humo, dan cuenta de varias fogatas improvisadas, los huecos disponibles han sido acondicionados con cartones, colchonetas y cortinas, las historias que ahí se tejen a diario comienzan a dejar marcas. Frente a ellos, miles de personas transitando diariamente a carro o a pie; muchas de ellas, apenas volteando, quizás pena por la calamidad ajena.
No es el único lugar, pero es de los más públicos. No es una imagen de ficción, es la vida. No se trata de otro lado, sucede aquí en Hermosillo.
La ciudad se llena de personas sin casa, de historias que no encajan: vidas atoradas, regresadas en su pretendido paso a Estados Unidos; mujeres y hombres a quienes ya no les alcanzó para vivir su sueño y no les quedó más que sufrir su pesadilla. Algunas de esas historias tendrán todavía un plan y estarán esperando tiempos mejores; a otros muchos ya se les acabaron las opciones y se han extraviado en su dolor, en el calor y la locura.
Si no es bajo un puente, es dentro de las paredes de una casa abandonada. O entre dos árboles en un terreno cualquiera, en el cauce de ríos secos o a las afueras de un hospital. En todos los casos, quedan a merced de otros desesperados, del clima o la delincuencia. Son personas sin nombre para quienes la angustia de algún ser querido resulta tan alejada, que no cuenta.
El panorama no es bueno, pero poco se habla de ello.
Algunos grupos, fundaciones o colectivos estarán en lo que pueden, ofreciéndoles lo que está a su alcance, algún alimento, medicina, pasaje. Pero el asunto se ha multiplicado con tal velocidad que ya no puede tratarse de lo que subsidiariamente puedan brindar las personas o agrupaciones en lo individual. Se requiere de todas esas manos, sin duda; pero más que eso: una directriz que coordine y alinee los esfuerzos aislados. Que la autoridad aparezca. Porque es bueno que, como ciudad, nos preocupemos por el medio ambiente y por tener vehículos eléctricos, pero antes de ello hay todavía un saldo pendiente para las personas con desventajas.
¿Solución? De haberla, no la conozco. Pareciera que conforme las ciudades crecen, las personas sin hogar es un asunto inevitable, una especie de daño colateral del crecimiento. ¿O será que para cuando se han dado cuenta la madeja está ya bastante enredada?
¿O será que, en el sistema desigual que tenemos, esas personas “cuentan” menos?
Porque, por su naturaleza, quienes sufren el mal en sus costillas no se organizan ni se manifiestan. Prefieren, de hecho, el anonimato: un perfil más que bajo, invisible, uno que no les ponga en riesgo de ser trepado a una camioneta para ser abandonado sobre una carretera sin testigos. Por su situación, por supuesto, no votan. Sus dolores no se reflejarán nunca en alguna urna.
Por ello, los planes de gobierno no los incluye.
No es un tema de imagen urbana, es un asunto de humanidad. Y en esto, los gobiernos también debieran tener una palabra, una posición, un esfuerzo. Hacer y no solo dejar pasar. Porque hay que tener visión a futuro, pero no olvidar el presente.
*Doctor en Política Pública por el Tecnológico de Monterrey. Integrante del Consejo Técnico de Hermosillo ¿Cómo Vamos? Investigador en El Colegio de Sonora.