“Hasta donde alcanza el influjo de los teólogos, el juicio de valor está puesto cabeza abajo, los conceptos verdadero y falso están necesariamente invertidos” (Friedrich Nietzsche).
Bueno, ya ve usted cómo son las cosas: tenemos jóvenes que sufren de depresión, baja autoestima y desorientación existencial que, en un número creciente de casos, decide suicidarse y poner fin a una existencia que les resultaba miserable.
Las causas son múltiples: el miedo de verse privado de su teléfono “inteligente”, la agonía adolescente de una posible bronca familiar por reprobación escolar; el desencanto juvenil de la falta de popularidad y el deseado roce social, o un revés amoroso; la pérdida del empleo y la cancelación de expectativas, entre otras.
La cada vez menor resistencia al fracaso, a las frustraciones, a las negativas por parte de la autoridad familiar o los proveedores de comodidades existenciales, se vuelcan en las páginas de los periódicos en una larga cadena de eventos que documentan la debilidad de los jóvenes, algo así como una inmunodeficiencia emocional que los caracteriza como la generación de cristal o mazapán.
Las nuevas generaciones se resisten a salir de casa a buscar la vida, a madurar enfrentando la realidad en las calles, en los centros de trabajo, en el mundo real donde se triunfa o se fracasa en la lucha por tener una familia propia, un hogar que cuidar, responsabilidades sociales que obligan a dar en vez de solamente recibir.
El tránsito de los jóvenes de seres familiarmente dependientes a dueños de su propio destino se posterga cada vez más, aunque la familia tradicional parece dejar de ser la opción para una sociedad que se redefine por variables distintas a las de hace 20 o más años.
Las parejas que se juntan y cada cual hace su vida sin pensar siquiera en dejar descendencia y asumir responsabilidades antes consideradas normales e inobjetables, adquieren cada vez más visibilidad configurando una nueva normalidad que rehúye las formalidades y la moral del pasado.
En la vida cotidiana la idea de libertad pasa por ser un escape permanente de las responsabilidades propias de las relaciones de pareja tradicionales en aras del “libre desarrollo de la personalidad” de uno o dos de los eventuales participantes en la estación de paso llamada familia, tal como en el plano macrosocial se matizan o diluyen los papeles tanto del hombre como de la mujer en aras de la participación económica de los seres humanos en la nueva configuración global impulsada por los países anglosajones,
En ese sentido, la economía manda y reformula la moral, la ética y los valores socialmente aceptados y defendidos.
Nuestro entorno se modifica porque la ecología solamente vale para aderezar discursos y formular estudios justificantes de las inversiones que proponen las empresas transnacionales, y así se sigue depredando la selva, los bosques, las áreas verdes, los cuerpos de agua, los cerros y las playas, por lo que un espacio con valor ecológico y ambiental se convierte en víctima potencial de desarrolladores y promotores inmobiliarios y turísticos sin mucha conciencia de ambiente, de la historia, cultura, contexto y costumbres locales.
Se habla del cambio climático pero la base económica sigue expulsando carbono a la atmósfera; la industria alimenticia echa mano de los productos transgénicos y los riesgos sanitarios son desacreditados como parte de una conspiración contra el progreso, el libre comercio y las utilidades empresariales.
Las buenas costumbres y la moralidad opuesta al avance de las libertades del hedonismo contemporáneo son una carga incómoda para el modelo de identidades plásticas, líquidas, variables, indefinidas mediadas por las preferencias, los gustos y las inclinaciones. La moneda conductual está en el aire.
También lo está la política atrapada en impulsos clientelares y en acomodos tácticos en favor de las corrientes dominantes influidas por la lógica del cálculo económico del norte global.
Aquí está claro que la política es la expresión concentrada de la economía y que la guerra es la política por otros medios. Al final, la economía decide el destino de la humanidad, el sentido de la libertad y los límites de la necesidad.
En este contexto, resulta que no es lo mismo la invasión a Panamá, a Afganistán, a Irak o a Libia que la de Ucrania. Todo depende de los recursos geoestratégicos de que dispongan, de las fuerzas económicas en juego pero, sobre todo, de qué intereses tenga el gobierno de Washington y a quién, en consecuencia, declare criminal y terrorista.
La moral y le ética atadas al capital son, en efecto, las claves para declarar que este mundo es desechable, pero… ¿lo es?
José Darío Arredondo López