La educación emocional es un proceso de formación continua y permanente, que busca potenciar el desarrollo de las competencias emocionales y la capacidad de administrar las emociones para afrontar mejor los retos que se planteen en la vida cotidiana. Sin duda, un elemento esencial para el desarrollo integral de las personas.
A cada quien le toca en gran medida afrontar sus propias batallas, el fortalecimiento emocional es un trabajo interior, que fluye de adentro hacia afuera. Pero algo que debe quedar claro, es que no somos individuos solitarios, la gran mayoría de las personas interviene en comunidad, algunas globalizadas, otras no, pero todas con incidencia de otras personas, contextos y culturas.
La educación inicial varía de una familia a otra, incluso la formación de cada individuo es diferente dentro de un mismo seno familiar. Generalmente se busca dotar de alimento y formación desde la infancia, pero la realidad es que quienes educan varían en ideologías, en estatus económicos, en niveles de conocimiento y también en salud emocional. Somos al final resultado de la suma de lo que creen nuestras madres, nuestros padres y el contextos social que nos forma.
Las emociones mueven al mundo, pero las políticas públicas no han considerado como toral construir personalidades sanas integralmente hablando. Las políticas de salud no priorizan la salud emocional, y esta sigue estigmatizada. Educacionalmente hablando, tampoco se cuenta con reglas claras que logren fortalecer las capacidades de alumnas y alumnos para enfrentar los desafíos del aprender en esquemas de derechos humanos, inclusión y libres de violencia y discriminación.
De acuerdo al Instituto Nacional de la Mujeres (Inmujeres), los problemas de la salud mental afectan a la sociedad en su totalidad, pero el riesgo de sufrir enfermedades mentales no se presentan de igual manera ni en la misma magnitud entre mujeres y hombres. Así mismo, se espera que la prevalencia aumente debido al incremento de factores de riesgo como la pobreza, la violencia, el abuso de drogas y el envejecimiento de las poblaciones, entre otros.
La carga económica, social y emocional influye en el desarrollo de las enfermedades mentales, de acuerdo al estudio “Panorama de la salud mental en las mujeres y los hombres mexicanos” realizado por Inmujeres en 2006. Carecer de salud mental, además de representar problemas físicos y emocionales, conlleva costos económicos y en la calidad de vida personal y familiar; incrementa la probabilidad de vivir años con discapacidad, afecta la productividad de los individuos e incluso puede ser factor de muertes prematuras.
La pandemia por covid-19 ha potenciado el clima de violencias, y desigualdades. De acuerdo a datos del Gobierno de México, la Violencia familiar incrementó 24% durante la pandemia.
La información vertida por la subsecretaria de Derechos Humanos, Población y Migración, indican que durante el primer semestre de 2021 se registraron 129 mil 020 carpetas de investigación por violencia familiar. Esto representó un aumento del 24 por ciento respecto al mismo periodo del año anterior. En ese sentido, el 75.7 por ciento de las lesiones por violencia ocurrieron en el hogar.
Otro dato revelador y doloroso, es la cifra récord que representó en 2020 los mil 150 suicidios de niñas y de niños en el país.
Los estereotipos y los roles de género tienen características comunes que se convierten en ejes organizadores de la feminidad y la masculinidad, limitan las áreas de oportunidad de hombres y mujeres y generan en grandes casos violencias y problemas socio emocionales.
El gasto público mediano en salud mental en todo el continente americano es de apenas un 2% del presupuesto de salud, y más del 60% de este dinero se destina a hospitales psiquiátricos, según la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
En México y Sonora debemos apostar a priorizar la salud emocional, desde una perspectiva de género que busque garantizar la formación e integridad de mujeres, hombres, niñas y niños libres de violencias, desigualdades y discriminación.