Ya se ha convertido en una especie de lugar común decir que “vivimos en la era digital”. O, incluso, que la pandemia vino a acelerar un proceso de automatización que incluye el ciberespacio. Hay algo de razón en el asunto, en especial cuando el espacio de la intimidad – pensemos no sólo en nuestra casa sino en todos los espacios que disociábamos del valor del trabajo – se ha convertido de pronto en el anclaje de la realidad que es sólo accesible a través de la máquina. Esto también se ha vuelto muy obvio con la educación a distancia, con todas sus posibilidades, pero sobre todo con sus limitaciones.
De entrada, lo que me gustaría discutir hoy es que me parece que la pregunta necesaria en estos momentos no es qué es lo que hacemos en la red, ni tampoco cómo nos hemos adaptado a las redes y a vivir atados a la máquina. Todo lo contrario. La pregunta correcta, la más exacta, es: ¿Qué es lo que las redes y el Internet nos han hecho a nosotros?
Pareciera que estamos ante entidades sin nombre y sin dueño, sin un fin propio y sin agenda. Una de las cosas que mejor han logrado los grandes proveedores de espacios digitales es enmascarar de forma increíblemente eficiente su función de fondo. Esto es, aparentan ser un mundo homogéneo y democrático cuando, es cuestión de pensarlo un poco solamente, la agenda es clarísima. Nada de lo que hacemos o dejamos de hacer en el ciberespacio es inocente. El sistema está hecho a fin de cuentas para generar el mayor número de ganancias económicas posibles.
Los acontecimientos de las últimas semanas, sobre todo en Estados Unidos, pero también el manejo de información de “boca en boca” en México sobre la pandemia y sus consecuencias, tendrían que ponernos a pensar seriamente. ¿Cómo alguien en su sano juicio puede llegar a dejar de discernir la diferencia entre la realidad y la ficción a través (o gracias a) Internet?
Propongo brevemente dos explicaciones. La primera se trata de un fracaso rotundo de la forma en la educamos y somos educados. Por tantísimos años hemos pensado, incluso cuando pedagogos de todas las latitudes del planeta han propuesto modelos distintos por muchas décadas, que la escuela sirve para aprender contenidos. Los aprendizajes colaterales son, pues, meras consecuencias de la experiencia educativa, no el centro. Ahí mismo está el fracaso. Como profesor, no me interesa creer que la función principal de la escuela es transmitir y recibir información, en especial cuando su curaduría es imposible cuando la oferta es infinita. Mejor, la escuela sirve para aprender a pensar, sin caer en idealismos. Aprender a pensar adrede.
La segunda es que somos cautivos a las ansiedades naturales de un mundo inmensamente complejo. Ante esta complejidad, el recurso más sencillo para tratar de comprender el estado de las cosas y darle sentido a nuestra pequeñísima existencia es la fabricación de una narrativa que simplifique el universo entero. Nuestras propias invenciones, los algoritmos y la vasta cantidad de ojos que ponemos sobre el ciberespacio han explotado esa necesidad.
Somos víctimas de nuestro Frankenstein más refinado, la última creación monstruosa y bella a la vez. Las redes son, entonces, lo que reproducen a la velocidad de la luz los discursos que queremos seguir escuchando, las burbujas que nos convienen, las que nos hacen sentir cómodos. La realidad de nuestros días es que no queremos explicar el mundo de otra manera. Al revés, queremos deconstruir las explicaciones que no podemos llegar a entender del todo.