Una de las cosas que más me molestan del trabajo de quienes opinan en la prensa, es decir, de los opinólogos profesionales de los cuales me gustaría deslindarme, es esta necedad por hablar siempre de lo urgente. Pareciera que la opinión se convierte, sobre todo en estas plumas, en una práctica de la emergencia, como si hubiera que decir algo de inmediato ante la realidad.
Pasó por supuesto con la pandemia. De pronto, el mundo entero se convirtió en opinólogo sobre el encierro forzado. Por no decir algo sobre la opinión democratizada de las redes sociales, me refiero a la especie de curaduría más o menos organizada de los medios cuando me refiero a que todos nos volvimos expertos en epidemiología, expertos en geopolítica, expertos en salud pública, y un larguísimo etcétera.
Los opinadores profesionales lo hacen como si la relevancia de lo que escriben dependiera del número de ventas que pueda tener un periódico. Pero en realidad, da lo mismo. El mayor problema de escribir en este tipo de formatos y medios de comunicación es que la curaduría ya no está al mando de una remuneración y un reconocimiento de credenciales. Más bien se trata de una serie de mecenazgos y favoritismos sesgados que nos dan muy pocas garantías.
Este es el mayor problema de lo urgente: escribir sin saber por pura y mera opinión. Hay que seguir dándole vuelta al presente para poder “ser relevantes”. El ejemplo más claro es la muy reciente elección en los Estados Unidos. Pocos de los que escribimos aquí hablamos de la elección y la realidad política de EE. UU. antes de la elección. Los opinólogos vueltos expertos en política internacional, de pronto, el mismo día de la elección de la semana antepasada, vaticinaron lo que “significa” el resultado (o la ausencia de un resultado en su momento).
La especulación vende más que la verdad, interesa más que la verdad o la razón. Aquí la verdad es que la política electoral a fin de cuentas importa muy muy poco. Lo digo mientras escribo desde el terruño norteamericano en el que vivo y en el que he vivido el régimen proto fascista de la administración de Trump. Lo digo, entonces, con conocimiento de causa en lo cotidiano.
Lo que puedo decir es que acá se avecina una tensión sin precedentes en la realidad postelectoral de un presidente que se rehúsa a reconocer los resultados de la elección. Por más que me gustaría confiar plenamente en la integridad del discurso de inevitabilidad de los resultados que dan por ganador a Biden, en la calle se vive otra cosa.
Al final creo que lo que es necesario entender es que no estamos ante un cambio radical en términos políticos. Si bien es de celebrarse que Trump pueda finalmente terminar como un episodio vergonzoso en el estado de las cosas, las causas y consecuencias de su presencia no van a desaparecer.
Lo que vivimos aquí y que está en el día a día es lo que Bolívar Echeverría llamó blanquitud. No se trata de un concepto de identidad racial, y me parece que reducirlo a un tono de piel es engañoso e inexacto. Se trata de una identidad homogeneizada, una forma de ser que interioriza los valores del capitalismo y de una modernidad que se ha llevado a los extremos en el experimento norteamericano. Esto explica, por ejemplo, el neologismo de los whitexicans, que me parece muy iluminador. Se refiere a la forma en la que sujetos políticos no racializados como blancos obtienen una serie de privilegios ético-morales asociados con la blanquitud del capital.
Si bien Trump puede dejar la casa blanca, la brecha seguirá existiendo. Lo que la brecha significa es el ejercicio del inmenso poder de la blanquitud desde una resistencia civil, armada e insurgente. Este es el peligro de pensar sobre lo urgente, nada está nunca resuelto por completo. Vale la pena esperar para opinar más a fondo.
De aquí en adelante, me dedicaré a escribir de lo que más sé y de lo que más me importa: la palabra escrita.