Columna Desde la Polis
Antenoche tuve una conversación que me hizo perder el sueño. Mi interlocutor afirmaba que en nuestro mundo ya todo estaba perdido y que lamentaba mucho las circunstancias que tendría que enfrentar su pequeña hija. Me dijo: voltea a ver el presente y el pasado, sólo guerras, hambre, injusticia, corrupción. Ciertamente le asistía la razón, pues aún cuando en los últimos 120 años hemos desarrollado tecnológicamente más que en todos los miles de años de historia humana, las abominaciones de la inequidad -educativa, económica, sanitaria- se han recrudecido, haciendo que el futuro, se plague de terribles interrogantes. Si a esto añadimos la extraordinaria capacidad del hombre (como especie) de depredar a las demás e ir arrasando con nuestra propia naturaleza, entonces definitivamente el escenario es complicado y desolador. Tras escucharlo con atención, le pregunté si tenía esperanza (“en lo que sea”) y respondió que no… que estábamos condenados.
Esta columna podría ser un bonito texto que hablara de esperanza, de no perder la fe, etcétera… pero no será la ocasión. Por pensamiento y obra, soy un optimista natural, pero también alguien que admite su adversa realidad; un idealista sin ilusiones. Por ello, no puedo evitar reconocer la amenaza de nuestro más grande riesgo: el de deshumanizarnos. Cuando era niño, mi padre me dijo que las personas eran la única especie capaz de alienarse de sus más intrínsecas esencias. Pacientemente me explicó que el tigre no puede destigrarse, el pájaro no se despajariza… pero nosotros podemos deshumanizarnos. ¿Iremos en esa dirección? Honestamente, no lo sé.
Claro, hay muchos motivos para mantener la esperanza: hay -en todo el planeta y en nuestras comunidades- personas que destinan toda su vida a ayudar al prójimo, existen campeones de los derechos humanos y, aunque en nuestra entorno más próximo, el gran capital sigue sin comprometerse (en serio) con las causas sociales más urgentes, en otros lugares del planeta hemos visto cómo fortunas enteras se han destinado a agendas colectivas. Por otro lado, observo con gran inquietud el avance tecnológico (que avanza -literalmente- en saltos cuánticos) frente a la humanidad. Se supone que todo esto hace que seamos “más productivos” (obtener más capital en menos tiempo) y que nuestra vida sea “menos complicada”… pero la estadística indica que las nuevas generaciones son emocionalmente más débiles, se “trauman” con mayor facilidad y viven en un estado de estrés continuo. ¿Entonces? ¿Dónde nos equivocamos con nuestro cálculo? ¿Por qué en una cafetería hay más gente en sus teléfonos que conversando entre sí? ¿Por qué somos muy “valientes” para videograbar el abuso policial -como el que mató a George Floyd- pero no para echarnos encima de tres policías para salvar una vida?
Permítanme regresar a mi conversación de anoche. Más allá de centrarnos en el debate de si todo se había ido al carajo o si aún había esperanza, le propuse a mi amigo un motivo que podría ser la clave para cambiar la dinámica: la existencia -o no- de un propósito en nuestras vidas. Creo que en gran medida, la humanidad carece de propósito. Nacemos y en el mejor de los escenarios, nos llevan a la escuela… pasamos de un grado a otro; por inercia entramos a la universidad (pues todo mundo lo hace) y eso nos hará ganar dinero. Después, conseguimos un trabajo, obtenemos recursos. Quizá encontraremos a una pareja y procrearemos, para lo cual tendremos que trabajar hasta que la descendencia sea autosuficiente. Con suerte, en el camino habrá “accidentes” interesantes: anécdotas, aventuras, aprendizajes, amoríos, pequeñas victorias y derrotas. Pero yo no encuentro absolutamente nada extraordinario en lo anterior. Ojalá no se me tache de intransigente, pero querer “estudiar, para trabajar, hacer dinero y tener una familia” no es un propósito, es sólo sobrevivir. Tampoco lo es llegar al año nuevo y querer bajar de peso, tener un mejor empleo, conseguirse una novia… no es tener propósitos, es sólo tener metillas optimistas. Tener un propósito -sea de alcances individuales o colectivos- inevitablemente tocará e influirá poderosamente en la vida de otros. Una persona que decide conducirse con un férreo sentido del honor a lo largo de su vida, inevitablemente creará un standard por lo menos frente a todos con quienes interactúe; alguien que lleva electricidad o agua potable a una aldea, marcará a sus habitantes por siempre. Siento que si hiciéramos un alto y en la introspección nos despojáramos de autoengaños, quizá podríamos encontrar nuestro(s) propósito(s) de vida. Pero ojo: el propósito que describo inevitablemente es una virtud y se rige por los imperativos éticos, de lo contrario, probablemente sólo será un objetivo egoísta. Creo que si la mayoría de las personas, al buscar en su espíritu, fueran capaces de encontrar su propio propósito, quizá entonces tendríamos más esperanza que nunca, frente a nuestro futuro.
Exactamente en un año…
…tendremos un nuevo gobernador. Bajo la luz de esta columna, todos afirmarían que su propósito es “servir a los demás”. ¿Será cierto? Y de serlo, ¿qué han logrado? Tendremos que estudiar su pasado, su presente, sus resultados y muy importante: la calidad de sus equipos, de quiénes se rodean y qué capacidad tienen para resolver problemas. Llevamos una larguísima mala racha que urge romper.
El autor es Presidente Fundador de CREAMOS México A.C. y especialista en políticas públicas por la Universidad de Harvard. jesus@creamosmexico.org
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