El 26 de febrero de 1990, Claudia Dinorah Alcaraz recibió lo que ella describe como un regalo del cielo: su hijo Jaime, a quien durante 14 años vio crecer lleno de energía, con una sonrisa contagiosa y una pasión incansable por el deporte.

Sin embargo, el 22 de mayo del 2004, un conductor ebrio se encargó de arrebatarle la vida, enviándolo de regreso al cielo demasiado pronto.
Jaime era un niño inquieto, deportista y lleno de proyectos: creció en Guaymas, Sonora, pero en el año 2000 la familia se mudó a Tucson, Arizona.
Ahí, sin hablar inglés, ingresó al quinto año de primaria y poco a poco aprendió el idioma mientras descubría su amor por el futbol americano.
Su talento también lo llevó a practicar basquetbol y béisbol, siempre destacado en cualquier disciplina que intentara.
El 20 de mayo de 2004, Jaime se graduó de secundaria y, aquella tarde, cuando escuchó su nombre, Dinorah lo vitoreó con orgullo, recordando todo el esfuerzo que su hijo había hecho para adaptarse en otro país.
“¡Bravo Jaime, bravo!”, gritó desde las gradas, convencida de que lo esperaba un futuro brillante.
Tras la ceremonia, Jaime pidió quedarse en casa de un amigo para celebrar. No era la primera vez que lo hacía, así que Dinorah aceptó, pero el muchacho se despidió con un abrazo breve.
“De haber sabido que sería mi último beso y mi último abrazo, yo no lo habría dejado nunca”, recuerda su madre entre lágrimas.
Mientras Dinorah viajaba a Phoenix a visitar a su hermano, una extraña sensación de tristeza la acompañó durante toda la reunión familiar.
Horas después, dos policías tocaron su puerta, informándole que Jaime había tenido un accidente y debía regresar de inmediato.
Nadie le dio detalles, y en su camino a Tucson intentó llamar a los amigos de su hijo, sin obtener respuesta. La desesperación crecía a cada minuto.
Al llegar, Dinorah exigió ir al hospital, convencida de que su hijo estaría herido pero vivo, sin embargo, para su exasperación, su hermano la llevó a casa.
Ahí estaba su esposo, quien la invitó a pasar al hogar, lo cual la exaltó aún más, por lo que le preguntó por la salud Jaime.
Primero pensó que Jaime estaría muy, grave, luego pensó que no volvería a caminar.
“No está muerto, ¿verdad?”, preguntó, de forma aventurada y sin tener una sospecha real de la magnitud del suceso.
Silencio.
Con desesperación, Dinorah miró a su hermano esperando una respuesta directa, pero las lágrimas en su rostro le confirmaron la tragedia.
Jaime murió al instante cuando el vehículo en el que viajaba fue embestido por un conductor en estado de ebriedad y terminó chocando contra un árbol.
Todos llevaban cinturón de seguridad, pero el impacto se llevó la vida del joven de 14 años, dejando intactos a los demás ocupantes.
La noticia sumió a Dinorah en negación y rabia: sentía que nadie comprendía su dolor hasta que una mujer, también madre de una víctima de un conductor ebrio, la abrazó.
“Ella sabe lo que yo estoy sintiendo ahorita”, pensó, reconociendo que en ese momento no estaba sola.
Frases como “estaba en el lugar equivocado”, por parte de familiares cercanos, despertaron en Dinorah un profundo enojo.
“Jaime tenía derecho de circular por ahí, de pasar por ahí a la hora que fuera, en el momento que fuera, ¿o acaso el borracho sí tenía el derecho de estar donde quisiera?”, expuso con firmeza.

El sheriff del condado acudió a dar sus condolencias y le informó que el conductor ebrio huyó, pero se comprometió en encontrarlo.
“Porque uno es mucho”, le dijo, palabras que tocaron profundamente el alma de Dinorah.
En los primeros años tras la pérdida, Dinorah sintió un desencanto profundo en su fe y una lucha constante con la culpa.
Sin embargo, encontró en la acción una manera de transformar su dolor: decidió llevar su testimonio a escuelas, empezando por jóvenes de secundaria, para advertirles sobre los peligros de manejar en estado de ebriedad.
Con las palabras del sheriff aún resonando en ella, Dinorah las convirtió en el lema de la asociación que fundó en memoria de su hijo: JAIME (Jamás Apoyaré Ir Manejando Ebrio).
Con el tiempo, se capacitó en seguridad vial y se integró a la Federación Iberoamericana de Asociaciones de Víctimas Contra la Violencia Vial y, desde entonces, su voz ha cruzado fronteras, compartiendo el legado de Jaime en distintas ciudades, estados e incluso países.
“Soy la voz de mi hijo”, afirma convencida.
Hoy, a 15 años de la fundación de JAIME, Claudia Dinorah sigue trabajando incansablemente, impartiendo pláticas en jardines de niños, preparatorias, universidades y empresas privadas.
Además, forma parte de la coalición Movilidad Segura Nacional, la red Women in Motion y varias ONG de seguridad vial.
“Esto me ha hecho ir más allá de lo que pensé, pero no voy a parar, porque todos los días mueren personas”, dice con fuerza.
Su historia, nacida de una pérdida irreparable, se ha convertido en una señal de conciencia y prevención.
En cada charla, Dinorah honra a su hijo y recuerda al mundo que, aunque uno parezca poco, “uno es mucho”.
