En una conversación con un amigo erudito y cautivador, descubrí la etimología de alcázar, proveniente de castrum, término con el que los romanos designaban sus fortalezas militares. Líderes como Julio César la susurraron al planear sus batallas. Los árabes, al nombrar sus palacios al-qasr, se referían a la majestuosa Alhambra, patrimonio de la humanidad, erigida en Granada durante su dominación de la península ibérica, como símbolo de poder. Los conquistadores españoles la transmitieron al Nuevo Mundo, donde los alcázares se convirtieron en residencias de la nobleza. Tras la Independencia, los mexicanos usaban alcázar para referirse a su hogar o comercio: “Voy a mi alcázar”, decían con orgullo. Este fascinante recorrido histórico reveló una verdad: las palabras viajan con rapidez y se impregnan de las culturas que tocan.
Las palabras han viajado miles de años, desde la Antigua Roma y Grecia, pasando por los árabes y los bárbaros, hasta América. Algunas mueren, renacen y cambian de significado, pues, como toda acción humana, son dinámicas. Evolucionan como la ciencia, acumulando el saber de los siglos. En su viaje, las palabras no solo evolucionan, sino que transforman su sentido.
Su organicidad les permite pasar de connotaciones positivas a negativas y viceversa. Por ejemplo, dictador designaba en Roma una función necesaria, pero en la modernidad evoca atrocidades, denotando crueldad y atentando contra los valores democráticos. De igual modo, democracia ha sido polémica: Platón y Aristóteles la despreciaban, mientras que algunos ilustrados la exaltaron.
Las palabras no solo significan, también evocan. Su significado y su carga emocional guían su elección, pues no hay sinónimos exactos, solo ideas afines. Elegir la palabra precisa requiere conocer el medio, la audiencia y el momento adecuado para despertar las emociones deseadas. En esa precisión radica la elocuencia.
Como el músico que elige el acorde perfecto en su partitura para crear la sinfonía ideal, el retórico selecciona la palabra pertinente para su discurso. Quienes lo logran son elocuentes, distintos de los locuaces. El locuaz habla mucho y expresa poco, incapaz de seducir; el elocuente, en cambio, cautiva con versos precisos.
Los grandes maestros de la palabra transforman la realidad mediante narrativas majestuosas. Las hazañas de la humanidad nacen de mitos en el imaginario colectivo que reúnen a millones. La maestría de los elocuentes se encuentra en la creación de discursos que trascienden y moldean la historia. Los clásicos de la literatura, como Rulfo para México o Cervantes para España, son eternos porque hablan a todas las personas de todos los tiempos.
La palabra es poder. Aquel que narra la historia más atractiva seduce las voluntades suficientes para ejercerlo. El poderoso se diferencia de los demás por contar con mayores posibilidades de llevar a cabo la acción. El poder sin acción es una fantasía. Es mentira que exista el poder en sí mismo: el poderoso tiene la capacidad de realizar diversas acciones que se materializan.
Un presidente es poderoso por la cantidad de posibilidades que le permite su cargo convertir en acciones concretas. El alcance del poder depende de las voluntades que se es capaz de movilizar. Los cineastas, los poetas, los líderes, los políticos, los influencers, entre otros, son poderosos porque transmiten mensajes que cambian el comportamiento de miles de individuos.
La palabra no es el único medio para materializar acciones, pero es el mejor. Bien usada, sustituye la violencia y forja diálogos. El diálogo abraza la otredad, fomenta la pluralidad, el conocimiento y los acuerdos, evitando conflictos. En sí mismo, perfecciona nuestra condición humana, generando acción, saber y negociación. Sin diálogo, las palabras son peligrosas: capaces de causar atrocidades, manipular y generar conflictos. Con diálogo, pacifican. Esta dualidad refleja la esencia del lenguaje.
El lenguaje no es un producto, sino pensamiento vivo, tejido de conciencia e inconsciencia. Carga los traumas de la humanidad y refleja su condición imperfecta. Como el hombre, la palabra es luz y sombra: verdad que ilumina, engaño que oscurece, amor que une, odio que hiere. Nacida de nuestras contradicciones, la amenazan la ignorancia y el tumulto de la historia. En manos perversas, su elocuencia —como la de un rétor maldito— desata daños inconmensurables; en el diálogo, pacifica y eleva. Porque la palabra, viajera como alcázar, seduce, genera acción y encarna poder.
Y tú, ¿cómo usas este poder?