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miércoles, noviembre 20, 2024

Francisco I. Madero, su libro y la Revolución mexicana

Héctor Rodríguez Espinoza
Doctor en Derecho, catedrático desde 1969 del Departamento de Derecho de la Universidad de Sonora. Editorialista y autor de 25 libros de Jurisprudencia y Cultura, Ed. Porrúa y Editorial Académica Española. Expresidente del Consejo de Certificación Barra Sonorense de Abogados. Profesionista distinguido 2013 y 2016.

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I. No cabe la ignorancia, indiferencia, olvido, desprecio de las autoridades estatales de carácter educativo, cívico y cultural y de los medios masivos de comunicación, cuando se trata de conmemorar esta importante efeméride. Sobre todo, el vacío de altos funcionarios que gozan, como príncipes, los frutos burocráticos de las luchas armadas que, con no poco derramamiento de sangre, han ido construyendo la patria e identidad nacional, desde las luchas de independencia y de reforma en el siglo XIX y las de nuestra revolución interrumpida y la cristera en el siglo XX. Su vida cortesana tipo de la época virreinal, ambiente que pretende ser moderno, donde se arbitra no sólo de la política, sino de los grandes problemas económicos, sociales y culturales de Sonora. Sería un pésimo ejemplo para las nuevas generaciones de niños y de jóvenes, de los sistemas escolares públicos y privados. Que no parezca que el País hubiera nacido con ellos.

II. DISCURSO. Cuando México consiguió su independencia de España en 1821, comprendía todo su territorio actual, menos el estado de Chiapas, así como lo que hoy son los estados de Texas, Nuevo México, Arizona, California, y partes de Colorado, Nevada, y otros lugares. Perdió mucho de este territorio como consecuencia de la guerra con los Estados Unidos (1846-1848) en el Tratado de Guadalupe Hidalgo y después vendió otra parte para completar Arizona y Nuevo México (la Compra Gadsden/La Mesilla) en 1853.

Al principio, el problema más serio en la nueva frontera eran las redadas indias, que Estados Unidos habían prometido a México en el Tratado de Guadalupe Hidalgo que lo defenderían contra ellas, pero no cumplieron. Estas depredaciones estaban acompañadas de ataques de famosos filibusteros como William Walker, quien invadió Baja California y Sonora en 1853 y Henry A. Crabb, hasta Caborca, en 1857.

Durante la Revolución Mexicana, las ciudades a lo largo de la frontera eran, muchas veces, actores dentro del drama que se estaba desarrollando; se convirtieron en refugios para toda clase de gentes, unos revolucionarios, otros en busca de apoyo financiero y armamento, y otros fomentando revolución de la manera que podían. Las poblaciones mexicana y estadounidense estaban a veces tan cerca que se podían ver desde sus balcones.

III. Francisco Indalecio Madero nació en la hacienda El Rosario en Coahuila. Su abuelo Evaristo Madero y su padre Francisco Madero Hernández, habían acumulado una fortuna familiar casi inigualable en México, gracias a sus inversiones en algodón, ganado y producción industrial. Se esperaba que continuaría en esta tradición, tomó cursos de negocios en el Mount St. Mary’s College cerca de Baltimore, Maryland, en la Escuela de Altos Negocios en París (1887-1892) y, al año siguiente, agricultura en la Universidad de California, Berkeley.

Cuando regresó a México fundó una escuela de negocios y estuvo al frente de uno de los negocios familiares, al tiempo que se permitía vivir su modo de vida personal –medicina homeopática, espiritismo, vegetarianismo-. Estaba convencido de que los problemas del campesinado mexicano derivaban de la falta de democracia.

Cuando el presidente Porfirio Díaz indicó que aceptaría elecciones libres en 1910, Madero publicó “La sucesión presidencial en 1910” y fundó el Centro Antirreeleccionista de México en mayo de 1909. La primera convención del partido atrajo representantes de todos los estados, menos de cuatro. Díaz arrestó a Madero a principios de junio de 1910 para mantenerlo fuera de las elecciones del 26 de junio, pero escapó a principios de octubre huyendo a San Antonio, Texas, donde escribió su proclama a los mexicanos para que se alzaran contra el régimen el 20 de noviembre de 1910, el Plan de San Luis.

La Revolución Mexicana, como muchas otras antes y después, comenzó con una fase reformista. Madero estaba interesado en una reforma política que mantuviese intacta la estructura económica y social. Esto dejó en el aire los sueños y aspiraciones de muchos otros revolucionarios que vieron en la expulsión del poder de Díaz como el comienzo de un nuevo sistema que ayudaría a todos los mexicanos. Esa desilusión condujo a revueltas. De hecho, durante su corta presidencia (octubre 1911-febrero 1913), Madero y su ejército, bajo el mando de Victoriano Huerta, tuvo que sofocar no menos de cinco revueltas diferentes. El primero en declararse en contra de Madero fue Emiliano Zapata con su Plan de Ayala en noviembre de 1911. El movimiento echó raíces y muy pronto muchos estados del sur se declararon en rebelión. Ese levantamiento nunca fue sofocado realmente hasta mucho más tarde.

IV. “Que ningún ciudadano se imponga y se perpetúe en el ejercicio del poder, y esta será la última revolución”, había dicho Porfirio Díaz, en el Plan de la Noria en 1871, después de consumada la segunda independencia de la patria.

Pero en 1877, al hacerse finalmente del poder, Díaz -hombre de escasa ilustración, carente de ideas geniales- resultó un pigmeo advenedizo, al lado del grupo gobernante más inteligente, experimentado y patriota que la nación había tenido: Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada, José María Iglesias, Matías Romero, entre otros.

Con un odio irracional contra éstos, sin ninguna visión válida de la vida y de los problemas del país, se dio a la acción, bajo la fórmula: “Cero política, mucha administración”, consigna que funcionó, porque el país ya ansiaba la paz y quería mejorar su condición económica.

A cambio de acciones en los ramos de las comunicaciones, banca y economía en general, la desigual repartición de la nueva riqueza fue más marcada, fracasando el modelo anglosajón que se quiso imitar, pues la base de la pirámide social mexicana era anchisima y de escasa altura, sin ninguna movilidad social entre las capas, lo que impedía el escurrimiento de la lluvia fecundadora, de que hablaban los científicos.

Díaz se impuso y perpetuó él mismo en el poder. Por eso, hubo otra revolución.

Contra ese régimen, surgió Francisco I. Madero, un hombre “blanco, chaparro él, de barba, nervioso y simpaticen”, según la prensa de la época. Se lanzó a la aventura temeraria de exigir la libertad política a un “Don Porfirio”.

Un inmenso amor a la verdad y una infinita pasión por la libertad, le hicieron empuñar el arma de un libro, en el que dejó oír “el lenguaje de la patria”.

Al escribir, en 1908, La sucesión presidencial en 1910, Madero reaccionó ante el “indiferentismo criminal, hijo de la época”; repasó las gestas libertarias del pueblo mexicano; examinó el curso por el cual la República había caído en una dictadura; enjuició “sin odio personal”, pero con dureza, al régimen de Díaz; se conmovió por las represiones de Río Blanco y Cananea; y, desesperanzado, propuso al pueblo organizarse en partidos políticos y proclamó el Sufragio Efectivo y la No Reelección.

Aun cuando no quería “más revoluciones”, sabía que “cuando la libertad peligra; cuando las instituciones están amenazadas; cuando se nos arrebata la herencia que nos legaron nuestros padres y cuya conquista les costó raudales de sangre, no es el momento de andar con temores ruines, con miedo envilecedor, hay que arrojarse a la lucha resueltamente, sin contar el número ni apreciar la fuerza del enemigo”.

Dirigido a un pueblo, era un libro -como quería Vasconcelos– para leerse de pie. (Curiosa ironía dialéctica: un libro que causó el despertar de una nación rural con un 84% de analfabetismo).

En él se reflejó valiente, terco y soñador, generoso e idealista. (Esa bondad, modestia y buena fe empañaron, después, su visión política, clara y precisa).

Más que el historiador que juzga con la frialdad de la distancia, se describió a sí mismo como “el pensador que ha descubierto el precipicio hacia dónde va la patria, y que con ansiedad se dirige a sus conciudadanos para anunciarles el peligro…”. Hizo suyo el apotegma de Peule: “En los atentados contra los pueblos, hay dos culpables: …el que usurpa y los que abdican.”

El problema urgente de la República, pues, era la pérdida de la dignidad cívica.

Al examinar el pulso de la historia del país, concluyó que la causa del absolutismo porfirista era “la plaga del militarismo”, pero aclara que se refería, exclusivamente, a los ambiciosos, “insubordinados sin conciencia, que han abrazado la noble carrera de las armas, no con el fin levantado de defender su patria, sino con el de llegar a arruinarla, satisfacer sus pasiones mínimas y su insaciable ambición”; ejemplificó con Santa Ana y presintió a Victoriano Huerta.

Escudriñó los hechos y dedujo, con su lógica, que el pueblo estaba apto para la democracia, todavía como “el único medio para que la República no recurra a las armas”, sin que fuera obstáculo su analfabetismo, como no lo fue -escribió- en la antigua Grecia; en la Francia del 92; en el Japón; y aun en México en 1857 y los recientes movimientos de Nuevo León, Yucatán y Coahuila.

Díaz jamás imaginó que de un pueblo mayormente iletrado, surgiría un libro -típico producto cultural-, capaz de enjuiciarlo con rigor histórico y encender la mecha que incendió al país en apenas un año.

En 1910, Madero figuró como candidato presidencial, pero fue preso el día de las elecciones. Esto movió su brújula política, sintió ya en carne propia que era la fuerza el único remedio para combatir al dictador.

En septiembre de ese año, los fastuosos festejos del centenario de la Independencia, ahogaron momentáneamente la voz popular.

En octubre, desde Texas, proclamó el Plan de San Luis, la orden de fuego. (Casualmente en Rusia, en ese mismo año, Stravinsky escribió “El pájaro de fuego”).

Tuvo contacto con Aquiles Serdán.

Se suceden los levantamientos en Tlaxcala, Yucatán, Sinaloa y Puebla.

La provincia, siempre la provincia definiendo el rumbo de la nación, con algo más que un instinto.

En 1911 entra al país y surgen Villa, Zapata, González, Castro, Orozco, Mora.

En abril, Díaz pidió al Congreso aprobar la no reelección. Primera partida ganada.

El tránsito entre la ideología y el martirio de Madero se envilece con la función del traidor de Huerta y del embajador norteamericano, Henry Lane Wilson, episodio calificado como “uno de los capítulos más sombríos de la historia de la democracia en América”.

A las 20:00 horas -otra noche triste- del 22 de febrero de 1913 son abatidos Francisco I. Madero y José María Pino Suárez.

Todavía el 14 de febrero de 1913, 6to. día de la “Decena Trágica”, bajo la amenaza de una intervención de EEUU, el embajador Henry Lane Wilson sugirió al ministro de Asuntos Exteriores del gobierno mexicano, Pedro Lascuráin, convocar al Senado para discutir la dimisión del presidente Madero.

Su vida de no muchos años, y su libro, de no muchas páginas, constituyen un sólido pilar del ideal de la educación y de la cultura por la democracia en el México del siglo XX y de siempre.

Discurso, in extenso, pronunciado el 11 de febrero de 1983, gobierno del Dr. Samuel Ocaña García (1979-1985), en el monumento a Francisco I. Madero, ceremonia de Aniversario de su muerte.

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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