El proyecto se convirtió en calvario. La promesa se convirtió en falacia. Ahora, Rosa Hernández Guerra desea regresar a su lugar de origen, Oaxaca, y para lograrlo trabaja vendiendo paletas en calles aledañas al centro de la ciudad, en Hermosillo.
A sus 52 años de edad, cuenta Rosa, está viviendo la peor aventura de su vida, no obstante que trabaja desde que era niña, en labores del hogar y en el pequeño negocio de su familia que vendía quesos, allá en Juchitán.
El proyecto de Rosa inició ante el estado de salud de una de sus nietas, quien requiere con urgencia la operación de un riñón.
Se vinieron entonces las horas de camino, desde el Istmo de Tehuantepec hacia Sonora, esto bajo contrato de palabra con ‘el ingeniero’, a quien solo conoce como ‘Jeremías’. Cuatro días de recorrido, porque al paso del viaje la escala fue permanente, en la contratación de más personal.
Cuenta Rosa que nomás llegar al poblado Miguel Alemán el trabajo fue desyerbar, porque lo convenido, pizcar nuez, se postergó debido a la inmadurez del fruto. “Luego, a los días, nos llevaron al Triunfo, un lugar cerca de Empalme: allí nos pusieron a levantar pepino”.
Ya con las jornadas acumuladas de trabajo, la empleada acudió al área de pago. Al recibir el dinero, se dio cuenta que la suma no era lo que le prometieron. Al preguntar los motivos de la cifra que se redujo, el patrón cobró lo que Rosa obtuvo en la tienda (aparentemente de raya), como artículos de higiene de consumo diario.
‘Morir en mi tierra’
El miedo es el sonido de un aullido de coyote. Rosa Hernández los escuchó bajo un cielo silente y sin luna. Recordó en esas noches la grandeza de su pueblo, la magia de sus artesanías, las sonrisas de su coterráneos, la enormidad de sus hijos y nietos. Pensó también en la mirada de su madre. Entonces quiso volver, abrazarlos a todos, levantó los ojos y esbozó una plegaría:
Fue entonces que se armó de valor, habló con el capataz, le advirtió que la dejara salir (porque para ese momento ya se sentía prisionera), le mostró su teléfono y le advirtió que, si no accedía, hablaría con su hermana y ésta pondría denuncia ante la Comisión de Derechos Humanos.
“Déjala ir”, ordenó el capataz al guardia encargado de la puerta. Rosa pidió tiempo de solicitar un taxi, lo cual no logró. Salió entonces caminado, acompañada de cuatro campesinos también inconformes por las condiciones laborales y el bajo salario.
Caminaron un trecho, luego un aventón como caído del cielo los condujo hacia Empalme, después hacia Guaymas en un transporte, y de allí a Hermosillo.
La ciudad se mostró generosa. Pronto encontró posada en un albergue, en el cual pagaba cincuenta pesos por noche. Ya a los días encontró empleo en Paletería La Alteña: allí mismo le cedieron un espacio para dormir y lavar su ropa.
Ahora anda picando piedra, de calle en calle, con el deseo de completar para el pasaje y regresar a su tierra, a con los suyos.
Proyecto Puente se solidariza con la causa y apuesta a la generosidad de sus lectores para que juntos podamos ayudar a Rosa en su sueño de regresar a casa.