Una de las ventajas de ser profesor – sobre todo si se tiene libertad para elegir materiales y diseñar planes de estudio – es la de poder compartir, a veces un poco a la fuerza, la dicha propia de conocer a fondo y ser experto en una disciplina del saber. En mi caso no se trata solo de la inmensa belleza de la lengua española y de sus contradicciones, cabe agregar, sino del profundo amor que hay que tener por los libros.
Sin embargo, hace unas semanas me vi en un dilema que me parecía imposible de resolver y que tiene que ver con la siguiente pregunta: ¿cómo elegir algo que sea indispensable o que pueda ser tan importante para alguien más como lo fue para ti?
El problema surge de lo siguiente. Al final del calendario escolar, hay que reconocer con un libro al estudiante estrella de cada programa. La parte un poco más sencilla es elegir precisamente el alumno o alumna al que se le va a dar el reconocimiento. Lo más difícil es elegir qué libro es el adecuado.
Hace algunos años, un poco por ocio, hice una lista a la que titulé “La lista indispensable”. Contenía 100 títulos que me parecían indispensables en aquel entonces, es decir, una especie de nuevo canon personal que podía usar cada vez que alguien me pidiera que le recomendara algún libro. A fin de cuentas, es mucho más fácil saber elegir 100 libros que uno solo, saber elegir sólo en retrospectiva aquellos libros que fueron correctos en el tiempo, que se leyeron como un regalo en el momento perfecto (incluso cuando en su primera lectura resultaron desagradables).
He ahí la inmensidad del conflicto que surge de algo que pareciera tan trivial: profesor, por favor elija un libro para el mejor alumno de la generación saliente, un libro que sea representativo o indispensable para la lengua española. Es, por lo menos para mí, una tarea imposible.
Tras pensarlo un poco y darme cuenta de esa imposibilidad, hice lo único que se me ocurrió: hacerle esa misma pregunta al propio maestro que me formó en todos estos últimos años. Me dijo que mi pregunta era imposible de responder, pero por eso también encantadora. Pensó de inmediato en Pedro Páramo, de Juan Rulfo (“un pequeño libro perfecto”, dijo, “aunque no se entrega fácilmente”), y después se fue a experiencias de lectura que resultan indispensables por ser caóticas y extensas como 2666 de Roberto Bolaño o el Quijote. ¿Qué libro hubiera podido estar en los estantes de la juventud que no estuvo, ya sea por azar o por destino? ¿Qué libro hubiera sido indispensable en retrospectiva, como lector joven? Las odas elementales de Neruda, o El mono gramático, de Octavio Paz, me cuenta. No estamos de acuerdo: yo dije que El túnel de Sábato, o quizás los cuentos de Julio Cortázar. Leí en esos años El libro vacío de Josefina Vicens y siento que fue un punto y aparte en cómo me acerqué a la literatura.
Después pregunté al aire y el mosaico se amplió al infinito. Libros como El Aleph de Jorge Luis Borges, La dimensión desconocida de Nona Fernández, La vorágine de José Eustasio Rivera, Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, El vendedor de silencio de Enrique Serna, El suplicio comienza con la luz de Blanca Varela, La ruta del hielo y la sal de José Luis Zárate, La mujer de pie de Chantal Maillard, Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, En el país del silencio de Jesús Urzagasti, Palinuro de México de Fernando del Paso, e incluso y obviamente Respuesta a sor Filotea de la Cruz de Juana Inés de la Cruz.
Ahí la línea entre lo propio y lo ajeno. Sabemos elegir la dicha en retrospectiva, el libro indispensable porque somos ya la consecuencia de su lectura. Pero, así, ¿cómo elegir esa inmanencia para el otro, esa valencia interiorizada que sólo podemos ver a la distancia? Sé que todos estos libros resultan indispensables más allá de los clásicos porque aquellos que los nombraron son brillantes lectores después de esas lecturas.
Los libros que nos resultan conmovedores, irremediables, lo son porque surgen en un momento preciso en el que marcan un antes y un después. Incluso hay libros que se nos dan como imposibles en el tiempo, simplemente incorrectos. Hay tiempos para leer ciertas cosas. Hay libros que requieren edad.
Al final tuve que elegir casi como por desdén, por obligación, con la esperanza de que ese libro corto y bellísimo, que a la distancia puedo ver como aquel que surgió en el momento adecuado para abrirle la puerta a otros libros, sea tan trascendental para este joven lector que lo tendrá en las manos. Es más un deseo que un presagio, más un deseo que una predicción. No nos queda otra cosa que ser la consecuencia del regalo que han sido esos libros en los momentos correctos. Esa es tal vez la amistad, tener como indispensable la misma dicha.
Bruno Ríos es Doctor en Literatura Latinoamericana, profesor de lengua y literatura hispánica y escritor.
@brunoriosmtz