Columna Contracanto
Dos disciplinas se abrazan: el canto y la actuación. Un piano en vivo construye la textura de una tarde en domingo. Y antes de ponerse el sol: la reconciliación.
Elena Rivera tiene un nido en la garganta. En él habita la desolación, el murmullo, los versos que dan vida ante la muerte. Cuánta paradoja contiene la alegría.
En los espectadores muta el rictus. Las imágenes que describe Eduviges (el personaje que encarna Elena en el monólogo) trasgreden y nos llevan de la mano a los nombres ausentes que todos tenemos dentro.
Es un lugar completo de armonía, el foro generoso en el interior de Colegio Americano del Pacífico. Las atenciones espléndidas, para que los actores del montaje que por título lleva El canto de mi vida, fluya en cancha libre.
Hilda Valencia dirige la escena. Felizardo Andrade va con sus manos a las notas sobre el piano. Leticia Varela nos presta un dispositivo: oreja inteligente, y nos muestra los misterios y aptitudes de lo que implica escuchar y hablar: somos nuestra voz.
Ana Luisa Llanez silente observa y espera al final por si las dudas surgen, por si los deseos de compartir experiencias sobre el duelo, existen. Y atender.
Héctor Maldonado es anfitrión, encargado de logística, la mano siempre amiga: a la mejor disposición. Y en sus flancos Edith Cota ejerce el oficio del registro. Las imágenes que construyen también la historia de un montaje escénico musical.
La utilería minimalista, apenas los aditamentos necesarios. Porque la energía está en lo que se dice y en el cómo se canta. La descripción de una variedad cuasi infinita de emociones. Acudimos a misa también de domingo y como despedida en el último adiós.
Luego regresamos al niño eterno en la memoria, las manos generosas de la madre que no cesa de doler por el extravío. ¿Cómo es que así que alguien dijo que ya no estarías y ya no estás? Porque la vida es un cerrar y abrir de los párpados. Y se ha puesto de moda que nos despojen. A la menor provocación. Y sin.
El repertorio musical se erige como cada uno de los clavos de la cruz, y de la esperanza. Porque el canto nos reconcilia. Porque cantar también construye ese resumen de nuestro paso por la vida: igual que el amor.
Desde la infancia nos contaron los días a través de los versos. Eduviges nos rememora las etapas cruciales: ser niña, ser madre, ser ella en sí misma que ausculta con minucias y a detalle el libro familiar inscrito en un álbum fotográfico.
Ayer miré una paloma blanca cruzar por el cielo. Se detuvo entonces el río crecido de mis ojos. La paloma generosa me abrazó con su vuelo. Eras tú en su alado viaje hacia el horizonte infinito que habitas. Somos alas. Inquebrantable necesidad esta de nombrarte. La eternidad de tu existencia en mi pensamiento.
El rubor en las mejillas o la piel que se eriza. Porque quién y cómo sostiene el cuerpo sin reacción ante las embestidas musicales que emanan desde la voz de Elena Rivera, la excelsitud de un piano que dicta elocuencia y el deseo de sentir y sentir y sentir.
La angustia se doblega. Sacar la casta cuando se sabe que no todo está perdido. Un hito este montaje en el corte de caja de nuestro paso por la vida: la post pandemia, el letargo de las horas más tristes, la analogía de un verano que no deja de ser invierno.
Acudir en domingo. Cerrar o abrir las puertas de la semana. Ser testigos de ese nido en la garganta de Elena, en el que febrilmente se ha quedado a vivir un cenzontle: para siempre.
L. Carlos Sánchez