“El discurso vacío” inicia con una nota aclaratoria titulada “El texto”, en la que Jorge Mario Varlotta Levrero realiza una sinopsis de lo que podemos esperar en esta obra, o mejor dicho, de cómo escribió la novela.
Explica que surgió “a partir de dos vertientes o grupos de textos”, los “Ejercicios” que se componen de ejercicios caligráficos, que el autor pretendía le sirvieran para mejorar su carácter, y “El discurso vacío”, un texto de intención literaria que escribió a la par que iba realizando los ejercicios caligráficos.
Esta novela es la primera de la última etapa literaria del uruguayo en lo que respecta al estilo narrativo, y aunque probablemente sea más sincera, honda y mística que “La novela luminosa”, por lo que toca a la novela como artesanía, esta última es superior.
Refiriéndose a “El discurso vacío”, en alguna entrevista Levrero destacó que “los amigos que la leyeron, incluida mi esposa, aseguran que es lo mejor que he escrito”, observación con la que comulgo, siempre y cuando no se pierda de vista que “La novela luminosa” es el cúlmen estético.
Una vez advertidos con la sinopsis, la novela abre con un poema fechado el 22 de diciembre de 1989 que dice, “Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco. Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no encuentro…”. Levrero pudo haber sido budista sin saberlo.
Inmediatamente el escritor se sumerge en sí y se olvida del lector. Está a punto de ejecutar una técnica de meditación milenaria con la que pretende buscar eso que hay en él pero no es él, y en palabras de Juan Arnau, es a través de la escritura que el uruguayo logra expresar cómo “lo finito se ha apropiado de lo infinito y lo infinito impregna lo finito”.
“El discurso vacío” es el primer intento de Levrero por poner su técnica literaria al servicio del arte y la vida literaria; lo consigue de manera refinada en “La novela luminosa”, pero también hay que decir que de todas formas no estaba muy lejos de lograrlo mientras se dedicaba a la caligrafía.
Jorge Varlotta apunta “hoy comienzo mi autoterapia grafológica”, porque era el ingeniero en sistemas quien tenía la intención de cambiar su carácter a través de la caligrafía, pero después entra en juego su alter-ego escritor, Levrero, para sumar “El discurso vacío” a los “Ejercicios”.
El 13 de noviembre de 1990 confiesa, “en cierto momento, y no hace mucho tiempo, el ejercicio caligráfico diario estuvo a punto de volverse un ejercicio literario. Tuve la fuerte tentación de transformar mi prosa caligráfica en prosa narrativa, con idea de ir fabricando una serie de textos […] que me elevara de nuevo a las añoradas alturas que había sabido frecuentar hace ya mucho tiempo”. Sin embargo, después agrega que desafortunadamente en ese momento le llegó una oferta de trabajo que no podía rechazar debido a la cantidad de deudas con que vivía.
Se expresa en su vena más empirista radical el 6 de enero del 91, cuando escribe que “el alma tiene su propia percepción y en ella viven cosas de nuestra vigilia pero también cosas particulares y exclusivas de ella, pues participa de un conocimiento universal de orden superior, al cual nuestra conciencia no tiene acceso en forma directa. De modo que la visión del alma, de las cosas que suceden dentro y fuera de nosotros, es mucho más completa que lo que puede percibir el yo, tan estrecho y limitado”. Levrero me recuerda un montón de filosofías que son, a la par, científicas y místicas.
Por el lado literario me recuerda a Fernando Pessoa, solo que el portugués infinitamente más lúgubre y sombrío. También a Robert Walser, pero más irónico y esperanzado, y a Kafka, a quien reconocía como el escritor que le enseñó y motivó a escribir.
Al final concluye, “claro que no sé hasta dónde mi alma es mía; más bien yo pertenezco al alma y esta alma no está, como señala más de un filósofo, necesariamente dentro de mí. Es simplemente algo que no conozco; el yo no es otra cosa que una parte modificada, en función de cierta conciencia práctica, de un vasto mar que me trasciende y sin duda no me pertenece; un espécimen surgido, o emergente, de un vasto mar de ácidos nucleicos. Pero qué hay detrás, cuál es el impulso que se expresa mediante el ácido. Ese deseo, esa curiosidad, esa voracidad subyacente en las partículas materiales”.
Si usted, amable lector, está en la búsqueda de sí mismo y procura encontrarse recurriendo a la autoayuda o superación personal, le recomiendo ampliamente que recurra a las novelas de Mario Levrero, en especial las de la última época, aunque nada en su obra tiene desperdicio.