El 6 de abril de 1922, el físico alemán de origen judío que posteriormente se nacionalizaría suizo, austriaco y estadounidense, Albert Einsten, se encontraba en Francia pronunciando una conferencia en la que exponía su famosa teoría de la relatividad.
Entre los asistentes se encontraba el filósofo francés, también de origen judío, Henri Bergson, nacido el 8 de octubre de 1859 y acaecido el 4 de enero -como mi padre- de 1941, que impulsado por los contertulios, interpeló a Einstein respecto al concepto de “tiempo” que utilizaba en su teoría.
El físico, tal vez abrumado, a la defensiva y en un momento de inseguridad, replicó y cerró el debate tajantemente con un “el tiempo de los filósofos no existe”, lo que posteriormente le traería consecuencias negativas, pues tan solo unos meses después, cuando le fue entregado el Nobel, se enfatizó que el premio lo ganaba por su ley del efecto fotoeléctrico -por la que nadie lo festeja- y no por su teoría de la relatividad, que había sido cuestionada por el francés.
Contra la arrogancia, que es entendida como el producto de la compensación que ocurre en el ego por tener una autoimagen inflada, es que se reúnen bajo el título de “La inteligencia” cuatro ensayos de Henri Bergson que en realidad fueron pronunciados como discursos de graduación.
El primero de ellos se titula “La especialización”, con el que inmediatamente recordé a Ortega & Gasset, aunque para ser sinceros, antes que el español estuvo Bergson. Este ensayo es una crítica al fenómeno de la especialización porque “el hombre de una sola ocupación se parece mucho al hombre de un solo libro: no sabría de qué otra cosa hablar”, sentencia.
El filósofo criticaba que los especialistas “regurgitan los hechos tal cual los ha recibido, y como no se preocupa de la ciencia más que para hablar de ella, corre el gran riesgo de hacerla retroceder hasta reducirla a la mera cháchara científica”, y note usted el abominable parecido que guarda esa descripción con los “expertos” de la actualidad, que son mucho ruido y pocas nueces.
Bergson concluye el ensayo haciendo una comparación muy adecuada entre las bestias y los expertos, señalando que “toda la inferioridad del animal reside en ese detalle: es un especialista. Hace muy bien lo que tiene que hacer, pero no sabría hacer otra cosa”.
“La cortesía” es el segundo texto y la define como una “manera de expresar una opinión sin hacer ofensa a las ajenas; un arte que consiste en saber escuchar, en querer comprender, en ser capaces, si fuera necesario, de ver a través de los ojos del otro, de practicar, en suma, incluso al discutir ideas políticas, religiosas y morales, la cortesía de la que uno cree demasiado a menudo poder prescindir no bien deja de hablar de cosas indiferentes o insignificantes”.
A Henri Bergson lo movía el ánimo de intercambiar ideas, de conversar y de cometer digresión tras digresión. Citaba a Aristóteles cuando el estagirita señalaba que en una república donde todos los ciudadanos fueran amigos de la ciencia y especulación, todos serían amigos entre sí y no habría discordia, y añadía, “no quiero decir que la ciencia suprima la discusión, sino más bien que la discusión pierde su amargura y la lucha su intensidad cuando estas se trasladan al mundo del pensamiento puro, el mundo de la amabilidad, de la mesura y de la armonía”.
Para mi gusto, el tercer ensayo, titulado “El buen sentido y los estudios clásicos” es el mejor. Prácticamente lo subrayé todo, por lo que me limitaré a citar cómo el autor define este concepto y dónde lo podemos encontrar o qué persigue.
Señala que el buen sentido consiste, “en parte, en una disposición activa de la inteligencia, pero en parte también en cierto recelo muy particular de la inteligencia hacia sí misma; que la educación le brinda un sostén, pero que las raíces del buen sentido alcanzan profundidades que la educación apenas si logra penetrar; que los estudios clásicos le sirven de mucho, pero por ejercicios comunes a todo tipo de estudios y que pueden practicarse sin maestro alguno; y que, además, la tarea del educador consiste sobre todo, en esta materia, en conducir a algunas personas, a través de un artificio, hasta un nivel en el que otras son ubicadas de antemano por su propia naturaleza”.
Remata que “el buen sentido no reside ni en una experiencia más vasta, ni en recuerdos mejor clasificados, ni en una deducción más exacta, ni siquiera, de un modo más general, en una lógica más rigurosa. Al ser, antes que nada, un instrumento de progreso social, su fuerza sólo puede provenir del principio mismo de la vida social, el espíritu de justicia”.
El libro cierra con el ensayo que da título a la obra; en “La inteligencia”, Bergson manifiesta lo que a su juicio la representa, y la verdad es que es muy “humilde”, por decirlo de alguna manera. Quiero decir que nos desvela una fórmula asequible para todos con un poco de esfuerzo, pues esgrime que “la concentración es el único secreto de la superioridad intelectual. Es ella la que distingue al hombre del animal, pues el animal es el gran distraído de la naturaleza, siempre a merced de las impresiones que recibe de afuera, siempre exterior a sí mismo, mientras que el hombre reflexiona y se concentra. Es ella la que distingue al hombre despierto y razonable del hombre que divaga y del que sueña, pues este abandona su espíritu a todas las ideas que se le cruzan por la cabeza, y aquel se domina constantemente, reencauzando sin cesar su atención hacia las realidades de la vida. Es ella la que distingue al hombre superior del hombre ordinario: este se da por satisfecho con una habilidad promedio que le permita descansar y distenderse, mientras que el otro no ceja en su aspiración a superarse”.