Mucho se habla sobre la polarización política que impera en el ámbito público de México, especialmente desde el triunfo presidencial de Andrés Manuel López Obrador. Se afirma denodadamente que el Presidente la ha profundizado y concluyen de manera surrealista que la consecuencia es devenir en un régimen autocrático.
Esta lectura miope proviene principalmente del ámbito intelectual (me refiero a formadores de opinión pública profesionales como periodistas y académicos de las ciencias sociales) opositor y en segunda instancia del “elector promedio” (aquél que incrementa su participación política durante los periodos contenciosos, sean o no electorales).
Funciona de la siguiente manera: un individuo del ámbito intelectual tiene una idea, se genera un discurso para formar opinión pública, y el ciudadano promedio, que a decir verdad no entiende stricto-sensu qué significa polarizar, responde al estímulo emocional adoptando una posición de inconformidad respecto del statu-quo.
Ahora está “polarizado” pero no sabe por qué, es un pánfilo dominado por sentimentalismos. Polarizar es partir al electorado en dos extremos para medir su apoyo frente a una figura o posición política, no es evaluar ni hacer un juicio de valor sobre un individuo. Por ejemplo, todos queremos la construcción de un aeropuerto y también preferimos el desarrollo infraestructural, industrial y económico del país; por lo tanto no estamos polarizados.
Se colige que el desacuerdo está en otra parte, no en los objetivos o posicionamientos políticos, sino en el “cómo”. En el camino y la dirección a seguir. En la forma, el estilo, el método, los medios. Llámele como guste, pero note que pasamos del ámbito del discurso hacia uno más interesante y complicado, el de la acción, la praxis o práctica.
Como cada individuo es único e irrepetible el “cómo” es multiforme, o más apropiadamente, pluriforme. El “cómo” sólo puede politizarse mas no polarizarse; supongo que la confusión de los intelectuales surge de que su quehacer práctico se limita al mundo teórico-normativo y ante la imposibilidad para conocer todas las teorías explicativas formulables, memorizan la más representativa y su antagónica.
De lo anterior resulta que inconscientemente los intelectuales terminan adoptando actitudes políticas profundamente nocivas que erosionan el espacio y la convivencia política, ya que como señalé anteriormente, son formadores de opinión. Una de estas manifestaciones se observa en el ethos académico, que ha degenerado del ejercicio liberal del magisterio a uno amparado por la tradición escolástica.
Según Alberto Manguel, la escolástica consideraba que “pensar era un arte con leyes meticulosamente establecidas” y servía para conciliar el dogma con la razón, originando la “concordia discordatum” o “armonía entre distintas opiniones”. Desafortunadamente esto “se convirtió en un método para conservar las ideas, más que para suscitarlas”, puesto que se adiestraba a los estudiantes para considerar un texto bajo ciertos criterios preestablecidos y oficialistas, provocando que la concordia discordatum se convirtiera en ortodoxia (Una historia de la lectura, pp. 128-129).
Otro hecho que promueven los intelectuales es el estigma y anatema de lo otro, lo diferente, del debate y el intercambio de ideas, pues se arrogan la potestad de calificar cuáles son las posiciones políticamente “válidas” y con sentido “lógico”, y cuáles son provincianas aunque se presenten en la realidad con mayor frecuencia. Esto influye en la psique del elector promedio, no muy dado a reflexionar, haciéndole creer que su probabilidad de estar “del lado correcto de la historia” es mayor solo por repetir una idea supuestamente “experta”, que paradójicamente solo lo incentiva a desacreditar y discutir lugares comunes superficialmente.
Lo anterior da paso al nacimiento de un nuevo grupo al que Ortega & Gasset llamaba “vulgo retardatario”, conformado por la “colectividad intelectual y la gran masa mayoritaria de los que insisten en la ideología establecida”, que desesperados solo saben defenderla de manera beligerante, pendenciera, hostil y grosera.
Al no saber ni tener la capacidad de prever adónde nos conduce el desarrollo natural de los hechos políticos, conceptos que suenan dignos de un “connaiseur” como lo son polarización, demagogia, populismo, autoritarismo y comunismo, entre muchos más, obstaculizan la discusión seria, provocan desencanto y desincentivan la participación política.
En “Sobre la violencia”, Arendt escribió que “esperar que personas que no tienen la menor idea de lo que es la cosa pública, se comporten de manera no violenta y argumenten racionalmente en cuestiones de interés no es realista ni razonable”; de su lado, el filósofo vasco Daniel Innerarity esgrimía que “opinar en serio es afrontar el descrédito, saltar a la palestra de la discusión, exponerse al ridículo, hacerse vulnerable” (Ética de la hospitalidad, p. 234).
Entonces surge la pregunta sobre ¿quién querría asumir ese riesgo en la era de lo viral y el linchamiento mediático? Evidentemente nadie. Así terminamos erosionando una vez más la vida política de la comunidad, pues al contrario de la sugerencia de Montaigne respecto a “que no importa que en la sociedad haya controversia, porque el acuerdo entero es pernicioso para la discusión”, nosotros preferimos abstenernos de polemizar y politizar la cosa pública.
También es verdad que podemos estar perplejos debido al extenso periodo en que no se formularon cuestionamientos políticos fundamentales, como lo son la justicia, la equidad de género y la responsabilidad individual dentro de los márgenes de la vida pública y en sociedad.
Si esto es así, tal vez solo nos encontramos embotados y tarde o temprano saldremos del marasmo. Para concluir, cito nuevamente a Innerarity, que alega que “en el terreno político, no se trata tanto de obsesionarse por conseguir un consenso como de arreglárselas para vivir sin él, o al menos con un consenso que suele ser parcial, frágil y que debe ser revisable”. Recordemos pues, que proponer nuevos “cómos” como hace el Presidente, no es polarizar a la sociedad, sino invitarla a la arena política para que configure, junto al resto de los hombres, su realidad política preferida. Por lo menos una no tan subyugante e insoportable; después nuevas cosmovisiones se encargarán de reconfigurar lo que no termina de complacernos.
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