Quizá usted, quien me lee, pensará: “Este viejo solo platica cosas de lo que sucede en el parque en donde camina”, y tiene razón, porque de tanto ir por las mañanas, y a la misma hora, por lo general me encuentro a las mismas personas. Con el tiempo, nuestros saludos se fueron amabilizando, las pupilas se atrevieron a mirar el rostro del otro, las lenguas se animaron a presentar nuestros nombres, y en este trajín, algunos empatan su ritmo al mío para acompañarme. En estos trechos hemos ido sabiendo algo más los unos de los otros, y en este nosotros, respondo: “Fui médico”.
“No”, me corrigen. “Uno no deja de ser lo que es hasta que se muere”.
Pero no, aquí ya no contesto, porque una cosa es tener la cédula profesional —que es el permiso legal para poder practicar la profesión— y otra, distinta, es ejercer la profesión. Y yo, desde hace años, dejé de tener el gratificante encuentro entre dos personas necesitadas: la persona doliente por algún mal que le aqueja y la del médico.
Así, en este son, en ocasiones, algún despistado me comenta algo sobre sus enfermedades. Yo hago hincapié en que me platiquen sobre sus padeceres.
“¿Qué no es lo mismo enfermedad y padecimiento?”
“No, no es lo mismo”.
Y Juan me empieza a platicar algo de su historia. Pero antes:
En China acaban de inaugurar un hospital que no requiere de médicos, ni de enfermeras, ni de asistentes sanitarios de cualquier tipo. Ahí, la persona enferma llega, expone sus síntomas y las computadoras elaboran los diagnósticos, indican los tratamientos (ya sean médicos o quirúrgicos) con una asertividad de más del noventa por ciento de aciertos. Además, tiene la capacidad de atender a miles de personas al día. Y no solo esto: dicho hospital es formador de médicos.
Aquí aparece una contradicción desde donde salta la pregunta: ¿para qué formar médicos cuando los robots, movidos por la inteligencia artificial (IA), son los que diagnostican y tratan las enfermedades?
Amable lector, no piense que estoy negando la maravillosa y eficiente tecnología médica con la que cuentan los grandes hospitales. No. Pero una cosa es la curación —y es aquí donde se muestra y demuestra la eficiencia de esta robótica curativa— y otra, distinta, es entender lo que hay detrás de los diagnósticos de aquellas enfermedades. Son las razones que causan dichos padecimientos, y estas razones, quizá, se encuentren en su manera de vivir.
Es aquí donde aparecen las preguntas:
¿Qué padecimientos ha tenido?
¿Cómo será la vida de estas personas, en lo familiar, en lo social, en lo laboral, etc.?
¿Cómo es su situación y posición económica?
¿Cuál es su nivel escolar?
¿Qué trabajo desempeña?
¿Existe estrés familiar, laboral, social, comunicacional o político?
¿Qué temores o esperanzas tiene para el porvenir?
¿Con qué servicios sociales cuenta su comunidad?
¿Qué calidad tiene el aire que respira o el agua que bebe, o con qué animales cohabita?
¿Qué clase de comidas consume?
¿Cómo se divierte, qué vicios tiene? Y más.
¡Todo lo anterior promueve el bienestar, la salud mental, física, social e histórica de las personas… o bien, la deteriora!
Juan está metido en esa historia, en la cual nos han hecho creer que la salud se encuentra teniendo más médicos y hospitales. Y crédulo, llevó a su padre con un médico, y este lo refirió con el geriatra, quien le diagnosticó una depresión mayor, profunda. Entonces él me preguntó si yo sabía de alguna medicina mejor que el Prozac, “porque mi padre nomás no mejora”.
Aquí me fui en busca del posible origen de su padecer:
El viejo tiene 85 años, enviudó a los 60, se casó de nuevo y su nueva mujer lo abandonó. Y ahora, desde hace dos años, cada dos meses lo atienden los diferentes hijos. Ya no saben qué hacer con él. Ya están cansados… no lo aguantan.
En esta situación, el anciano está triste, y más lo entristece el cansancio entristecido de quienes ya no lo aguantan. Y en este abandono, el viejo más se entristece, metido en una tristeza crónica que ha venido afectando las profundidades de todas las células de su cuerpo, que sostienen su estado mental, físico, social e histórico, así como todos sus sistemas corporales de defensa.
Le comento una derrota personal (muy mía). Cuando fui rector de una universidad, aperturamos la Licenciatura en Gerontología (en aquel entonces solo dos universidades en México la tenían). La diseñamos con una visión: enseñar a las personas a aprender, desde la niñez y a través de las distintas etapas de la vida, a envejecer saludablemente. Fallé en mi intento.
En la primera generación tuvimos quince alumnos, en la segunda hubo diez inscripciones, en la tercera nueve y en la cuarta siete; terminaron cinco. La cerramos por incosteable. El mercado necesitaba más enfermeras, más psicólogos, más médicos, para satisfacer la demanda de la curación de enfermos. Ante este fenómeno, tuvimos que construir más aulas para ellos.
Y de aquellos pocos gerontólogos que egresaron, ignoro cuántos de ellos abrirían casas para el retiro. La mayoría, el sistema curativo los engulló, dejándolos siendo cuidadores de enfermos geriátricos en los hospitales.
Cierto, no hice un estudio de mercado. Mi sentido común me indicaba la necesidad de aquel apremiante conocimiento gerontológico. Fue una utopía de mi parte.
Pero ahora, desde estos renglones, le deseo a usted, quien me lee, que no sea un estorbo para sus mismos familiares. ¿Cómo hacerlo?
Piense un poco y busque lo que más le convenga, porque, además, el mercado le está buscando —antes de tiempo— curar sus enfermedades.
José Rentería
Junio de 2025