¡Murió el Papa Bergoglio! El primer latinoamericano en guiar a la Iglesia Católica, un pastor a la altura de los tiempos difíciles que enfrenta la Iglesia en esta era postcristiana. Fue uno de los últimos árbitros capaces de defender, entre tanto odio, batallas culturales y polarizantes, la dignidad del ser humano. A mi parecer, su pontificado fue el reflejo mismo de Cristo en medio de turbulencias políticas y sociales. Al igual que Él, fue acusado, perseguido, vejado y humillado por los doctores de la ley y los fariseos que se dicen defensores de la fe. Sus principales detractores fueron los espíritus rígidos que habitan en la Iglesia, tanto los extremadamente progresistas como los conservadores, quienes olvidaron lo que advertía el Papa en una de sus homilías: «Donde hay rigidez, no hay Espíritu de Dios».
El amor a la dignidad humana lo llevó a reprender cualquier actitud que antepusiera visiones ideológicas al prójimo, pues toda la ley de Dios se resume en: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22:37-39).
Su amor al prójimo se expresó en acciones concretas, reivindicando a quienes lo rodeaban sin importar su condición física, social, económica u orientación sexual. Fue un Papa profundamente humano, que entendía la complejidad de la naturaleza humana. Nunca se conformó con liderar desde su despacho privado en el ambiente fastuoso de la curia. Más que un teólogo o un político, fue un compañero, un maestro y un hermano mayor en la fe.
Con humildad, reconoció la crisis de autoridad vertical, la hipocresía, los escándalos y el clericalismo en la Iglesia. Propuso con esmero el camino de la sinodalidad para enriquecer el carácter universal del catolicismo y evitar visiones totalitarias, antilaicales y autoritarias. Aceptó con pluralidad y sin prejuicios la apertura a diversas percepciones e interpretaciones evangélicas, instando a las instituciones dentro del cuerpo místico de Cristo a replantear sus fundamentos. Su intención era que realizaran un examen profundo para distinguir lo esencial del mensaje de Jesús de lo mutable o superfluo, propio de las odiosas discusiones bizantinas.
Su cálida sensibilidad se reflejó en todo su sacerdocio, que será recordado por su riqueza pastoral. Su misión fue llevar a la Iglesia a las periferias, rompiendo las burbujas fastuosas en las que los católicos, especialmente los más acomodados, estaban tentados de encerrarse por miedo al mundo. Francisco entendía que el papel de sus fieles era similar al de los primeros cristianos: ser testimonio de los valores predicados por Jesús en sus comunidades, sin temer al mundo, sino poniendo el corazón para buscar ideales que lo transformen con el sello de la cruz impregnado en su obrar.
Para no escandalizarse ante corrientes adversas, Francisco comprendía la necesidad de forjar un espíritu rebelde y auténtico que alcanzara la libertad interior. Promovió el paso de una fe culposa y opresiva a una fe comprensiva, caritativa y autónoma, que pacifica los instintos e impulsa a amar a la humanidad hasta el punto de dar la vida por los demás. Esa libertad interior, que fomentó especialmente en la juventud, se materializaba en su sentido del humor. Al estilo latino, el Papa siempre tenía la broma adecuada para alegrar el día, la mirada profunda para penetrar los anhelos de quienes lo visitaban, la sonrisa radiante para contagiar serenidad, pero también las palabras firmes, la condena merecida y el semblante serio para los hipócritas, los opulentos, los fariseos y los herodianos que buscan siempre «el error en Jesús» y, me atrevo a añadir, la sentencia contra el prójimo. Porque el verdadero cristiano es un «pecador arrepentido» que se reconoce frágil y busca, sin espectáculo y lejos de los reflectores, la redención en el amor.
Tuve la dicha de verlo en tres ocasiones, dos en Roma y una en nuestra patria. Seguí su pontificado con curiosidad y atención, repasé su magisterio minuciosamente y puedo concluir que fue un hombre fuera de serie. Con un entendimiento real de la Persona de Jesús y de su mensaje, su humanidad era excepcional, por encima de cualquier criterio limitado, con un sentido de la empatía que rara vez se encuentra hoy. A Francisco no se le puede entender ni etiquetar desde percepciones políticas tradicionales; al igual que Jesús, su mensaje trasciende toda perspectiva ideológica reducida. No era ni de derechas ni de izquierdas; su compromiso fue con el desvalido, el marginado y el incomprendido. Rebelde por naturaleza, actuó sin importarle los severos juicios humanos tan presentes en la opinión pública y en algunos intelectuales que se creen portadores infalibles del mensaje cristiano.
Su persona marcó mi vida en los momentos más difíciles. Su mensaje me ayudó a madurar en la fe, pasando del infantilismo a la adultez. Me motivó a formar un criterio propio para acercarme al Nuevo Testamento con amor y misterio, rompiendo con racionalismos fríos y mandatos inflexibles. Su riqueza humana partía de una apertura intelectual que solo los espíritus libres pueden alcanzar. No puedo expresar con palabras lo relevante que la vida de Jorge Mario Bergoglio ha sido para mi travesía en los claroscuros del vivir. La forma en que abrazó a la humanidad y reivindicó a autores no católicos, como su inolvidable admiración por Borges —cuyo encuentro con él será recordado para la eternidad—, es un testimonio de su apertura. El Papa reconocía el acierto en todos, confiaba en la gente y, al igual que el Mesías, se rodeó de pecadores, publicanos y prostitutas, comió con ellos y los animó con esperanza a seguir buscando la felicidad, entendiendo que, si Jesús no juzgó y perdonó a sus asesinos, ¿quién era él para juzgar?
Fue él quien, en tiempos de pandemia, dio la cara. Vestido de blanco, al atardecer, solo en la inmensidad de San Pedro, como Cristo en la barca durmiendo en la tormenta con sus discípulos, pidió calma y dio esperanza: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?», repitió las preguntas de Jesús en el Evangelio para invitarnos a despertar y recordar que todo lo que nos parece importante es banal y superficial, y que lo único que realmente nos salvará es el amor: amor a Dios y al prójimo. Porque eso hizo Francisco: llevar a la Iglesia al puerto que, entre las tinieblas, pierde constantemente de vista, el amor.