Columna Contracanto
Que no es un árbol que da moras. Lo constata la memoria, de cuando subíamos la loma para divisar el rumo por el que andaba el burro. El abuelo le daba libertad para que se alimentara, en las faldas del cerro de la cementera.
La libertad advertía salud en el animal, la salud retribuía energía para cargarlo de leña, luego recorrer las calles del barrio encima de la carreta que cargaba el burro e irla vendiendo casa por casa.
Así se ganaba los pesos el abuelo, y llegaba cargado de pan y granos, una cartera de huevos.
Los tiempos cambian. Empero los valores se fraguaron con la imagen, las acciones, el saber que madrugar para buscar siempre fue la empresa del señor de la casa, el que proveía a su proyecto más querido: la familia.
Esa es la moral: comer en paz, sin joder al otro, sin pisar cabezas, sin negociar en la mesa el próximo puesto en el gobierno, sin elucubrar a quién nos joderemos mañana.
Los tiempos cambian, y parecería ser que, entre más educación, mayor proclividad a la ambición, el poseer como una bandera de éxito y dominio. El mayor rango de la jerarquía se logra entre los gobernantes: funcionarios o narcotraficantes. ¿Pleonasmo?
Ambo oficios laceran. No, claro que no, ni se trata de eso: nunca jamás descubriremos el hilo negro, se trata nada más de traer a cuento la situación política-social-ideológica-empresarial-religiosa que priva en la actualidad. Decirla es solo ratificar que la hecatombe no cesa.
Pronunciar los yerros es la necesidad de hacer un repaso a los días, y caer en cuenta que todo se transforma excepto el agandalle y la pérdida del rumbo. Los más: concentrados en sus proyectos personales; los menos: mirando hacia los más desvalidos y persiguiendo fórmulas de repartición.
Los tiempos de la moral están vigentes, sólo que la sorna y carcajada desgarra como insulto a quienes aún creen que las personas deberíamos ir por los días pensando en los otros, y la retribución que es construcción social nos compete a todos.
Permea en las redes sociales, en los medios, los golpes de la retórica, el uno contra el otro o los otros. Se bifurcan las pretensiones y se reencuentran al fina de día, porque la búsqueda siempre va en un solo camino: el ganar ganar. ¿Quién tiene la razón? Ni meditarlo, el grito desaforado no da tregua a la conversación, entre más se descalifica, más se gana.
El negocio de la calumnia, la pretensión de los like en las redes y las entradas en los medios son la victoria consuetudinaria, se gana en lo individual y no en lo colectivo, así los tamaños de la egolatría, la ceguera al vernos con los ojos de la superficialidad.
Andamos por ahí como autómatas, publicando una y otra foto, una frase, la reacción a las declaraciones de las que somos disidentes. Lo que digan los demás no sirve de nada, lo que diga yo es la verdad absoluta.
Quién fuera el vuelo del ave y su inercia, para entender el significado de la vida y sus virtudes, la mirada más allá que la existencia de una esperanza fraudulenta en las aberraciones de los partidos políticos, los proyectos por demás desgastados, los que se desarrollan con las aportaciones de todos, incluso con aquellos vendedores de leña que alguna vez acudieron al mercado y a las urnas electorales.
L. Carlos Sánchez