5° y última parte
– ¿Sabe qué, maestro, fascinante biografía de Campoy, digna de una película de personajes del S. XVIII.
– Ni más ni menos, del tamaño de la ignorancia y proverbial incultura de nuestra “clase política sin clase”.
VII.- JOSÉ BRAVO UGARTE. En “La renovación de la Filosofía”, en su Historia de México, con datos ciertos de nuevas ciencias experimentales, que caracteriza la segunda mitad del siglo XVIII, se fue al extremo de incluir a éstas en aquella y despreciar, sin distingos, la Escolástica. Iniciadores del movimiento son los jesuitas Campoy, Abad y Clavijero; y sus impulsores, el oratoriano Díaz de Gamarra, el Presbítero Guridi y Alcocer y el carmelita San Fermín.
Su amor a las ciencias experimentales le causó sinsabores infinitos; la privación de ciertos puestos del magisterio en México, después de haber sido maestro de filosofía y humanidades en varios colegios; y aún el destierro; pero le confirió el honor de ser el primero en Nueva España que enseñó la filosofía experimental.
“Este jesuita americano fue —dice José Mariano Beristain y Souza— no solamente uno de los más doctos de sus compañeros, sino el primero que se abrió paso al nuevo camino de las ciencias en la provincia de México, donde el demasiado horror a toda novedad en punto de doctrina y enseñanza, ponía insuperables barreras a los progresos de la buena y bella literatura. Por esta razón fue, nuestro Campoy, apartado de la carrera escolástica, murmurado, perseguido y confinado en Veracruz”.
Siendo Campoy un genio y un carácter, tenía que emanciparse al medio ambiente en que vivía, adelantándose a su tiempo. Esta anticipación genial nos la presenta el combativo y ardoroso polemista Agustín Rivera en original alegoría de hondo sentido en sus “Principios Críticos sobre el Virreinato de la Nueva España y sobre la Revolución de Independencia”:
“Referiré a mis lectores la Visión de Campoy, suplicando a aquéllos a quienes ha concedido el cielo el don divino de la poesía, que la canten en hermosos versos. En una noche de insomnio de 1753, el filósofo desterrado en Veracruz estaba sentado en una vieja cátedra, cuyo borde se veía gastado por el continuo manoteo; en una cátedra azotada por las olas de las murmuraciones, más furiosas que las olas del mar y rodeado de cadáveres humanos; tirados se hallaban en el suelo un Goudin y unos cartapacios; el jesuita tenía la mirada tranquila y fija en el porvenir, y una guedeja caída sencillamente sobre la frente, ocultaba la profundidad de un pensamiento, cuando se le apareció la Filosofía de Descartes sobre la cima del Citlaltépec; esa Filosofía, que echó abajo la Filosofía del falso Peripato, Juzgada por madame Stael con su acostumbrada profundidad; la Filosofía de Descartes, el punto de partida de la Filosofía Moderna, la madre de la civilización del siglo XIX, la concepción sublime de Descartes que ensayó demostrar toda la Filosofía, partiendo de la presencia necesarísimo del pensamiento de sí mismo y de la identidad del pensamiento con la existencia”.
“Como el jesuita Campoy fue el porta-bandera de la filosofía moderna en la Nueva España, el jesuita Parreño fue el porta-bandera de la oratoria moderna en la Nueva España. Uno y otro podrían haber puesto en su respectiva bandera, como lema, este verso de Estacio: “Este es para mí el primer día de una época y el umbral de la vida”.
“Campoy: “Este es para mí el primer día de la época de la Filosofía Moderna en la Nueva España y del umbral de la vida”. De la vida intelectual, moral y material. Porque, entre los hombres, pensar es hoy una cosa averiguada que los principios de la filosofía moderna han sido el polen de la nueva forma y de la vida política de todas las naciones de Europa y el polen de la independencia y de la vida política de todas las naciones americanas …”.
La ferviente admiración de Rivera por el padre Campoy evoca frecuentemente la memoria de éste, en términos elogiosos. Veamos distinta obra de aquél, la Filosofía en Nueva España:
“Campoy es una de las figuras más bellas y más interesantes de la historia de México, por sus extraordinarios talentos y sabiduría, por su alma de filósofo y por haber sido el primero que dio en México el grito de libertad e independencia del antiguo peripato y proclamó la filosofía moderna. Fue privado de su cátedra de Veracruz, y el hijo del desierto de Sonora abrió, en la misma Veracruz, otra cátedra más grande. Fue privado de la cátedra escolástica y empuñó la pluma y emprendió otra carrera social más amplia, más útil, más honorífica. Se le confinó a Veracruz, ¿¡Cómo quien dice nada!?, lugar mortífero donde, probablemente, no viviría un año; y su organización de fierro, no digo bien, su alma de fierro venció al “vómito” quince años; y su palabra rompió el sitio y no tuvo más horizonte que los horizontes de Europa. Le cercaron las murmuraciones, el luto y las penas de continuo; y con alma de filósofo los soportó. Porque sabía bien esta sentencia de San Gregorio el Grande: “Nada hay más inexpugnable que la verdadera filosofía”, y aquélla que cinco siglos antes de San Gregorio había pronunciado Séneca: “La filosofía es un muro inexpugnable: la fortuna, a pesar de golpearlo y combatirlo con muchos arietes y catapultas, no pasa sobre él”.
Agustín Rivera siente cálida admiración por Campoy. En el libro La Filosofía en Nueva España, invoca los más destacados pensadores de la época colonial, que abundaron, y a nadie cita con mayor frecuencia y entusiasmo que a Campoy y para ninguno tiene frases más fervorosas y laudatorias que para el mencionado filósofo:
“Campoy fue un jesuita nativo de Álamos en el actual Estado de Sonora, de supremo talento, de vasto saber y de genio ardiente y audaz. Siendo catedrático de Filosofía en el Colegio de Veracruz poco antes de 1752, aborreció la filosofía seudo peripatética tanto cuanto sus maestros se la habían hecho aprender y amar; de manera que aunque el texto y el objeto oficiales de la cátedra eran la filosofía antigua, él, desentendiéndose de ellos, enseñó a sus discípulos la filosofía moderna, fue destituido de la cátedra. Y aunque dicha enseñanza de Campoy fue extraoficial y duró poco tiempo, y aunque la academia del mismo fue doméstica y privada, estos hechos bastan para darle la palma de iniciador y porta-bandera de la enseñanza de la filosofía moderna en Nueva España”.
Es debido hacer hincapié en el hecho trascendental de que Campoy fue el precursor de la reforma filosófica en nuestro país, circunstancia que le confiere personalidad honrosamente distinguida. Sin embargo, otros atributos le otorgaban egregia identificación. Todos estos conceptos sustentados por ilustres contemporáneos del excelso alamense y, sucesivamente, a través de los años, por distintos historiadores, hasta Gerard Decorme, cuya evocación sobre Campoy constituye ilustrativa y vigorosa semblanza, expresando que el primero que se lanzó a abrir caminos nuevos fue el indómito e incansable sonorense P. José Rafael Campoy.
Campoy fue biografiado por Juan Luis Maneiro, cuya obra en latín se considera magistral, y por Agustín Castro. En el Diccionario Universal de Historia y de Geografía dirigido por Orozco y Berra, aparece cordial semblanza del filósofo, de la cual es autor José Mariano Dávila. José Mariano Beristain y Souza lo incluye en su Biblioteca Hispano Americana Septentrional. El Dr. Félix Osores lo llama el sabio entre los sabios. Don Mariano Cuevas, autor de La Iglesia en México, lo llama una gloria sonorense. Decorme, en su obra citada habla de la cabeza descomunal de Campoy. Mayagoitia, autor del Ambiente Filosófico de la Nueva España, dice que se necesitaba un hombre muy superior a las circunstancias y que tuviese la decisión y valor necesario para enfrentarse, con su siglo, a iniciar la reforma de los estudios filosóficos en Nueva España, como el sonorense Campoy.
No se ha encontrado óbice alguno para una serie de interpolaciones o compulsas, pues tiende a acreditar la convergente opinión autorizada y cálida a través del tiempo, sobre la superior calidad de Campoy.
Entre los valiosos trabajos del notable jesuita se mencionan: “Oraciones Latinas y Castellanas”, “Cartas al Padre José Francisco de Isla”, “Cartas al Sr. D. Gregorio Mayans”, “Proyecto Cristiano y Político para Nuevas Poblaciones y Comercio en la Provincia de Sinaloa”, “Interpretación de los Libros de Plinio Veronense”, “Oración Fúnebre a Felipe V”, “Vida de la Esposa de D. Francisco Crespo, Gobernador de la Plaza de Veracruz”, “Carta Geográfica de la América Septentrional”.
Todas se perdieron. Su vida discurrió bajó el signo de la amargura, aunque ésta nunca acibaró su espíritu. Lo mismo de su memoria póstuma, que guarda dramático paralelismo con su misma vida, pues la circunstancia de que haya ocurrido tan irreparable pérdida ha impedido que se haga a su nombre la merecida justicia. Un sentimiento inspirado en ésta, mueve al hacer esta apología, lo mismo que a Maneiro que dice:
“Quisiéramos inmortalizar la memoria de Campoy, muy especialmente por la misma razón que movió a Cicerón a vindicar del olvido y silencio de los hombres la de Antonio y Craso, la cual, según su propia expresión, comenzaba ya entonces casi a perderse, ya que al igual de los personajes nombrados, nunca podrá nuestro biografiado ser conocido por sus escritos. En esto fue también semejante a Sócrates, que habiendo merecido por su eximia sabiduría que se le contase entre los primeros pensadores de su época, no ha dejado obra alguna en que la posteridad pueda admirar el nombre de tan ilustre varón”.
Campoy murió en Bolonia, Italia, el 29 de diciembre de 1777, sepultado en la parroquia de la Virgen de la Caridad. No obstante sus merecimientos, yace en el olvido. Con sobra de justicia, poseído de profunda amargura, clama el autor de los Principios Críticos:
¡Ingrato Sonora, ingrato Veracruz, ingrato México, que no han levantado una estatua, ni siquiera un busto a Campoy ni a Clavijero!
Héctor Rodríguez Espinoza