Carl Schmitt nació el 11 de julio de 1888 en lo que aún era el Imperio Alemán y es reconocido como uno de los juristas más influyentes del siglo XX y un filósofo-teórico político que militó en el Partido Nacionalsocialista, desempeñando varios cargos de gobierno entre 1933 y 1936, hasta que fue expulsado por obra de la SS, que lo consideraba un advenedizo.
Posteriormente Hitler lo designaría “Kronjurist”, que significa algo así como Consejero del Rey, pero en los hechos se le reconocía como “el abogado del Partido”. Schmitt fue un pensador sumamente polémico debido a su inconmensurable genio combinado con el hecho de ser un conservador confeso; mantuvo una interesante polémica con Hans Kelsen -en la que puede incluirse la Herman Heller- y murió en abril de 1985 a los 96 años en Alemania.
“El concepto de lo político” es un ensayo breve que apenas supera las 100 páginas, lo que no significa que sea un texto sencillo. Schmitt buscaba “encuadrar teóricamente un problema inabarcable”, como lo es el campo de lo político, que se modifica incesantemente.
Para dilucidar qué es lo político, propone como última instancia la distinción entre amigo y enemigo. Solo esta distinción conceptual permite conocer lo que es político de lo que no lo es. Ejemplificaba con el tema de la guerra fría, que se “burla de todas las distinciones clásicas entre guerra, paz y neutralidad, entre política y economía, entre militar y civil, entre combatiente y no combatiente; lo único que mantiene es la distinción entre amigo y enemigo, cuya estricta consecuencia constituye su origen y esencia”.
Esto es así porque solo dentro del fenómeno de la guerra el enemigo es conocido al mismo nivel como Estado soberano, por lo que queda reconocido el derecho a la guerra y que deviene en que el enemigo tenga su propio estatus y quede de manifiesto que no es un criminal, sino un sujeto con el cual existen diferencias irreductibles.
Para Schmitt el empleo del término de amigo/enemigo y la ejemplificación de la guerra, es lo que hace asequible el progreso político. Argumenta que “la regulación y la clara delimitación de la guerra supone una relativización de la hostilidad. Toda relativización de este género de este género representa un gran progreso en el sentido de la humanidad. Desde luego no es fácil de lograr, ya que para los hombres resulta difícil no considerar a su enemigo como un criminal […] Lo que no constituye en modo alguno un progreso de la humanidad es proscribir la guerra regulada por el derecho internacional como reaccionaria y criminal, y desencadenar en su lugar, en nombre de la guerra justa, hostilidades revolucionarias de clase o raza que no están ya en condiciones de distinguir entre enemigo y criminal, y que tampoco lo desean”.
Básicamente la propuesta del alemán consiste en una moral de “fuera máscaras”, es decir, posicionarse y comprometerse políticamente, opinar, argumentar y defender nuestras convicciones, expresarlas de tal forma que esté claro quienes pueden ser considerados enemigos por tener con ellos diferencias irreconciliables, y con quiénes podemos coexistir, convivir, formar una nación.
En palabras del jurista, “el Estado representa un determinado modo de estar de un pueblo, esto es, el modo que contiene en el caso decisivo la pauta concluyente, y por esa razón, frente a los diversos estatus individuales y colectivos teóricamente posibles, él es el estatus por antonomasia. Todos los rasgos de esta manera de representarlo adquieren su sentido en virtud del rasgo adicional de lo político, y se vuelven incomprensibles si no se entiende adecuadamente la esencia de lo político”.
Carl Schmitt era un anti-liberal -con el que comparto la crítica que hace a este pensamiento- que señalaba la importancia del Estado como agente eliminador de la despolitización como ethos político de una sociedad y pugnaba por poner fin al axioma de una economía libre -supuestamente apolítica-. Mencionaba que “el enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo […] Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo. En último extremo pueden producirse conflictos con él que no puedan resolverse ni desde alguna normativa general previa ni en virtud del juicio o sentencia de un tercero no afectado o imparcial”.
He venido apuntando que los problemas de índole político se derivan de la falta de principios, convicciones o ética, o bien, también podríamos señalar que por falta de cultura política -entendida como la capacidad dialógica para llegar a acuerdos cooperativos- y es en este punto de la cultura, donde se evidencia una complicación lingüística.
Por lo general, los individuos tendemos a desarrollar aversión hacia otros individuos con intereses distintos y que, por esta situación muy casual y totalmente natural, a veces confundimos con enemigos, cuando en realidad son adversarios, competidores, contraparte, contrincantes; es por ello que sería deseable poner atención a cuáles son las causas más profundas de los desacuerdos para poder discernir entre las cuestiones políticas por las que vale la pena combatir y en cuáles se puede llegar a acuerdos.
Para despedirme dejo una cita que me pareció muy interesante y relacionada con la cuestión de la soberanía, la expresa casi al final: “Mientras un pueblo exista en la esfera de lo político, tendrá que decidir por sí mismo, aunque no sea más que en el caso extremo, quién es el amigo y quién es el enemigo. En ello estriba la esencia de su existencia política. Si no posee ya capacidad o voluntad de tomar tal decisión, deja de existir políticamente. Si se deja decir por un extraño quién es el enemigo y contra quién debe o no debe combatir, es que ya no es un pueblo políticamente libre, sino que está integrado en o sometido a otro sistema político. El sentido de una guerra no está en que se le haga por ideales o según normas jurídicas, sino en que se le haga contra un enemigo real”.