Desde el mes de marzo del 2020, debido a la contingencia sanitaria por covid-19, los servicios educativos dieron un giro en cuanto la forma de hacer llegar los contenidos a nuestros estudiantes. En el primer bimestre de la contingencia, las instituciones gestionaban y planeaban la forma de trabajo a partir de los recursos humanos, económicos, culturales, académicos, y de salud existentes para dar continuidad a los estudios en todos los niveles educativos.
El factor común en el contexto educativo internacional fue la migración a una educación digitalizada y la atención a contextos desfavorecidos geográficamente para cumplir con la cobertura. Ya teníamos el “qué” enseñar, el “cómo” hacerlo e intentábamos resolver el “quiénes” darían estos servicios. Como parte de un perfil adaptativo, participativo e indagador, los y las docentes tomamos al toro por los cuernos y nos lanzamos a un mundo 100 por ciento digitalizado con un centenar de recursos diversos, algunos a nuestro alcance, otros no tanto, pues a pesar de tener una veintena de años incorporando la tecnología a la educación, nos dimos cuenta que lo estudiado e incorporado era insuficiente, los recursos emocionales apenas los consideramos y poco sabíamos del gran impacto de ellos en nuestras vidas.
El trabajo burocrático aumentó sumándose a los cientos de horas de “home office” para la preparación de productos educativos, seguimiento de estudiantes, adaptación de contenidos, adecuación de recursos para estudiantes con necesidades educativas especiales, auto aprendizaje en el uso de diversos recursos educativos, cursos exprés para el manejo de aplicaciones institucionalizadas por los centros educativos, digitalización de materiales, reuniones laborales y con las familias, y claro, las clases. Cifra total de impacto de estas actividades en el salario de los y las docentes: cero.
De un día para otro no teníamos horarios establecidos, nuestra agenda se abrió de forma permanente y sin un orden, nuestros hogares se convirtieron en oficinas, aulas y salas de juntas y nuestras familias eran, y siguen siendo, el público espectador a la espera del cierre del telón. Los teléfonos pasaron de ser privados para convertirse en una oficina remota, los grupos de WhatsApp familiares quedaron en el olvido para dar atención a estudiantes, padres y madres confundidas, desesperadas y molestas.
El agotamiento laboral o Burnout se hizo presente: dolor de espalda, vista cansada, insomnio, pérdida del apetito, dolor de cabeza, y en muchos colegas, covid-19, además la dimensión emocional, angustia, depresión, estrés. El impacto en la vida docente: ausentismo, desmotivación, imposibilidad para adaptarse, conducta antisocial con colegas, falta de integración en eventos académicos como reuniones, congresos virtuales, capacitaciones. Los y las maestras también tuvimos pérdidas, fallecimientos, divorcios, problemas con la atención educativa de hijos e hijas, decenas de asuntos personales que atender durante el confinamiento.
Recuerdo como el personal docente insistía en dar clases en línea teniendo un diagnóstico positivo del virus, exponiendo su salud bajo el argumento de que estando en casa, podrían seguir trabajando a pesar de estar contagiados y aislados con sus familias tomando la docencia como un “pasatiempo” y una tarea muy sacrificada mientras el virus seguía su curso, así, entre ojos llorosos, tos y fiebre frente a la pantalla, los y las docentes seguían con su ritmo de trabajo acelerado.
Sin duda dentro de la nueva normalidad nos encontraremos con tareas emergentes, nos habituaremos a los diferentes estilos de enseñanza, veremos la transformación del cómo se adquieren los aprendizajes y como estos se ponen en práctica. Tendremos presentes que somos recurso humano de primera necesidad, que se requiere nuestra participación comprometida, solidaria y con calidad de servicio. Sin embargo, no podemos normalizar el caos, la sobre carga laboral, la exposición a las pantallas y todo lo que ello implica, la desatención a nuestras familias, y la pérdida de la tranquilidad tan necesaria para las personas que trabajamos frente a grupo día a día. De repente pareciera que no tenemos fecha de término en las nuevas modalidades y esto nos lleva a la incertidumbre, desmotivación y hartazgo dentro una profesión que se elige con amor y compromiso social.
Los y las empleadas de la educación debemos dar prioridad a nuestra salud mental y física, encontrar un punto de equilibrio entre lo necesario y lo fundamental, entre lo formativo y lo fregativo, nuestras capacidades se han visto rebasadas y tenemos dificultades para identificar qué tanto es suficiente. Nuestros estudiantes, en una situación muy similar, merecen una educación más simplificada, con maestras y maestros sanos, dispuestos a ofrecer sus servicios, pero con un total control de los recursos emocionales y físicos de los cuales disponen para ejercer la labor docente de forma dosificada, ordenada, pero sobre en total armonía con su contexto personal, que sin duda es prioridad.