Gracias al resultado electoral del estado de Pensilvania, este sábado 7 de noviembre se declaró presidente electo de los Estados Unidos al candidato demócrata Joe Biden. Esto, sin embargo, no resuelve la crisis política que enfrenta el ideal democrático ni atempera el estado de polarización que actualmente enajena al pueblo norteamericano.
Para bien y para mal aquel país atraviesa circunstancias parecidas a las que vivimos en México en los procesos electorales de 2018 y 2006. En el primer caso, porque tuvieron la mayor participación ciudadana en la historia y porque el candidato vencedor alcanzó un récord histórico de votos para el cargo y su partido.
En sentido negativo se asemeja al proceso electoral mexicano del 2006 en el grado de polarización, la percepción de fraude electoral, las acciones de censura, la incapacidad para la autocrítica y el rechazo de ciertos actores políticos para reconocer sus responsabilidades.
Las semejanzas negativas difuminan la ventaja que representan las similitudes positivas. Una mayor participación electoral no significa gran cosa cuando la proporción de votos para cada candidato fue de 50/50; asimismo, poco importa ser el candidato más votado en la historia si el margen que te separa de tu contrincante, un sujeto ampliamente aborrecido a nivel mundial, es tan solo de 4 millones de votos.
No es el sistema político estadounidense el que está en riesgo, pues como sistema inteligente que es, fue diseñado para impedir que individuos incompetentes hagan demasiado daño durante el ejercicio de gobierno, o como apunta Daniel Innerarity, “la democracia está para que cualquiera pueda gobernarnos, lo que implica que nuestro esfuerzo se dirija hacia los procedimientos y reglas a los que nuestros dirigentes tienen que atenerse” (El País, 3 de enero de 2017).
Aunque nos parezca repugnante tolerarlo, ninguno de los actos realizados o discursos pronunciados por Donald Trump rebasa los lindes de lo permitido; incluso las amenazas, siempre y cuando no se materialicen, están permitidas en una democracia liberal.
Lo que sí es peligroso no sólo en Estados Unidos, sino en el resto del mundo, es esa actitud deplorable de las “buenas conciencias”, la “political correctness” y los ciudadanos autosuficientes y pagados de sí mismos que con sus acciones dotan conceptualmente de cierto contenido negativo a lo que entendemos por democracia.
Un claro ejemplo de estas acciones perniciosas es el acto de censura en que incurrieron las televisoras estadounidenses al cortar la transmisión de un mensaje que provenía del Ejecutivo y que, guste o no, representa las demandas de 70 millones de ciudadanos. En “La opinión pública y sus problemas”, Dewey señalaba que “sólo cuando se permite el libre juego de los hechos para que sugieran nuevos puntos de vista es posible cualquier cambio de convicción importante respecto al significado”. Este significado surge del debate público, siempre y cuando estemos dispuestos a escuchar y llegar a consensos, en superar malentendidos.
Es irónico también que, siendo las mujeres y las personas de color quienes hicieron posible la victoria del candidato demócrata, no hayan sido capaces de lograr ser representados por Kamala Harris y Bernie Sanders, en vez de un hombre blanco que logró la candidatura por la obcecación e intereses del mainstream demócrata (v.g. Obama).
Como bien señalaba Alexander Hamilton en El Federalista, “no siempre estamos seguros de que los que defienden la verdad obran impulsados por principios más puros que los de sus antagonistas”. Basta recordar que Obama ha sido el presidente que ha deportado mayor cantidad de migrantes, permitió operativos como “Rápido y Furioso” y a diferencia de Donald Trump, nunca le tembló la mano cuando se trataba de bombardear a poblaciones enteras. Visto así, pareciera que su Nobel es un amuleto de la post-verdad.
No es mi intención condenar moralmente a alguna de las dos facciones políticas estadounidenses; más bien quiero aventurar la idea de que cuando reflexionamos e intentamos ser críticos, nuestros análisis parten de la convicción de que el fin justifica los medios.
Y tampoco es que esté mal, de hecho Peter Sloterdijk señala que “en sus cinismos, los gobernantes muestran que están cansados de llevar las máscaras de la hipocresía […] Para ellos, las grandezas como el honor, la decencia, el amor a la verdad, el tacto y el ser comprensivo son meros personajes del gran teatro del mundo”, pero sí habría que cuestionarnos en qué medida somos un reflejo de la clase gobernante y en qué grado nuestros valores son una máscara y la mentira una herramienta útil para socializar.
El debate público al que nos están llevando quienes respiran con alivio y festejan la derrota de Trump sin dar oportunidad de que agote las instancias correspondientes, es el de la hipocresía y la incapacidad para la autocrítica, “si a esta circunstancia se prestara la atención que merece, enseñaría a moderarse a los que se encuentran siempre tan persuadidos de tener la razón en cualquier controversia […] la ambición, la avaricia, la animosidad personal, el espíritu de partido y muchos otros móviles no más laudables que éstos, pueden influir de igual modo sobre los que apoyan el lado justo de una cuestión y sobre los que se oponen a él” (El Federalista).
Cuando el mundo entero se une en contra del origen de todos los males, entonces las bolsas del mundo festejan, la paridad cambiaria mejora, las farmacéuticas que desarrollan la vacuna contra el covid anuncian buenas noticias, y todos, absolutamente todos, quedamos libres para desentendernos de la vida pública.