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sábado, noviembre 23, 2024

Religión y campañas políticas

Bruno Ríos
Bruno Ríos es doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Houston. Escritor, académico y editor.

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Uno de los pocos puntos de encuentro entre la izquierda y la derecha, tanto en México como en Estados Unidos, es el uso de la religión como herramienta política. Cabe aclarar que con “religión” no me refiero sólo a la idea predispuesta de una denominación específica. Quiero decir, no se trata de ser católicos o protestantes o musulmanes o judíos. Se trata, más bien, de aprovechar un discurso espiritual como parte de una campaña que busca plantear un perfil para el ejercicio del poder. El demos, el pueblo, entonces usa ese discurso como una de las guías morales de la candidata o candidato.
Incluso dentro del contraste brutal entre la convención demócrata y la republicana – que sucedieron de forma semivirtual en las últimas dos semanas – el discurso de la fe y de la religiosidad de las y los candidatos se hizo presente. Joe Biden, por un lado, busca usar su profundo catolicismo como una manera de mostrar una integridad moral que choque directamente con las políticas xenofóbicas y racistas de la actual administración. El mensaje es muy sencillo: Biden es incapaz de ser un presidente terrible y destructivo (como lo es Trump) porque su fe demuestra que es buena persona, que es resiliente y compasivo ante el dolor de los demás, que le importa lo que hace y deja de hacer y sus consecuencias. De convertirse en presidente, Biden sería el segundo mandatario católico en la historia de este país, sólo después de John. F. Kennedy, esto a pesar de que la iglesia católica en los Estados Unidos, como en el resto del mundo, sigue tratando de resolver sus profundas contradicciones y la maldad de encubrir a cientos y cientos de sacerdotes pederastas por un sinfín de décadas.
Los republicanos, ante la más que evidente falta de principios de su candidato, más allá de la avaricia por supuesto, se escudaron en una plataforma que pone de frente el fundamentalismo evangélico del vicepresidente, Mike Pence. Es muy obvio que la administración de Trump, a pesar de ser el hombre menos cristiano de la historia, ha sido la culminación de una agenda política evangélica que tiene muchísimos años de gestación. El impacto mayor ha sido el hecho de investir a dos ministros sumamente conservadores en la suprema corte, y centenas de jueces federales y distritales que tienen plazas vitalicias.
Lo que me parece sumamente interesante es que pocos se hacen la siguiente pregunta: ¿por qué es positivo la fe dentro de una campaña política? Desde mi punto de vista, es más problemático que otra cosa, aunque resulte ventajoso en cuanto a votos. Se ha vuelto como una especie de discurso obligado para poner al frente ciertos “valores” en la figura de la candidata o el candidato. Esto también a pesar de que la diversidad religiosa en EE. UU. es inmensa, incluida una minoría que se amplía cada vez más que es la de la no afiliación religiosa, la cual es alrededor del 20% de la población (Pew Research 2014). Los ateos y agnósticos, por otro lado, somos alrededor del 12%, es decir, casi 33 millones de personas.
En México el panorama no es muy distinto. Basta con ver la inclusión de personalidades profundamente religiosas en los “movimientos de izquierda”. Funcionarios como Lilly Téllez, la alcaldesa Célida López, o la propia gobernadora Pavlovich, entre otros más, que profesan abiertamente su fe y asumen posturas políticas desde ese discurso. Incluso el presidente de la república ha demostrado desde la campaña una afiliación más o menos tácita a ciertos grupos evangélicos en México, que cada vez tienen más presencia en el grueso de la población.
Ahora, no se trata de decir que quienes estén en política no tengan o no deban tener creencias religiosas, para nada. Lo que creo que está sucediendo, y es más evidente en Estados Unidos, es que a pesar de que el número de personas no religiosas o sin afiliación va en marcado aumento, el discurso religioso sigue presente como una especie de plataforma desde la cual se generan políticas públicas. Incluso cuando aparentan ser políticas contradictorias al dogma (como enjaular niños migrantes, por dar un ejemplo), la apariencia del poder es lo que termina por triunfar, ante todo.
A lo que voy con todo esto es que la línea divisoria entre religión y gobierno, que nunca ha estado muy bien definida, es cada vez más borrosa. Y eso es, sin duda, preocupante. Hay que legislar, y gobernar, desde la ética, la equidad y la inclusión, no desde la fe.

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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