Ante las condiciones sin precedente que estamos viviendo a nivel planetario, la emergencia se ha convertido en una especie de ceguera. Nos cuesta, por mucho que queramos, ver más allá de lo inmediato. Nuestras prácticas cotidianas se han trastocado tan de fondo que incluso el espacio cohabitado se ha reducido a los límites de nuestra casa (esto sobre todo si tenemos el privilegio de tener un lugar estable dónde vivir). El estado de emergencia se convierte en un acontecimiento totalizador de la experiencia, un lente que en lugar de curarnos la miopía nos la empeora. Lo único que es visible y evidente es lo que se encuentra justo frente a nosotros. Y todo es coronavirus.
Lo que quiero hacer hoy es proponer una lectura de la emergencia que se aleje de la inmediatez del presente. Por más extraño que a algunas y algunos pueda parecerles, una de las formas en las que la pandemia ha cambiado de forma radical nuestras prácticas tiene que ver con nuestra relación con el espacio público. Esto se ha hecho aún más evidente en las megalópolis contemporáneas. Con esto me refiero a una serie de espacios muy específicos. Más allá de pensar en lugares con altísima densidad poblacional (pensemos sin duda en la CDMX, pero también en Nueva York, Hong Kong, Tokio), me interesa referirme a ciudades que nos parecen infinitas en su extensión territorial. El modelo es, por obvias razones, norteamericano: ciudades con centros heterogéneos distribuidos geográficamente por la totalidad del territorio urbano. Esto es, ciudades que funcionan por regiones, ciudades como Monterrey en México (con sus múltiples municipios conurbados), o en EE. UU. ciudades como Los Ángeles, Dallas-Fort Worth o Houston. Vivir en este tipo de espacios nos ha hecho codependientes de una infraestructura urbana que separa ciudad y suburbio. También nos hace dependientes del automóvil como el único modo de transporte posible para cubrir esas distancias.
Con la pandemia, lo que hemos visto en este tipo de espacios es que el automóvil se ha vuelto bastante inútil. Lo que nos separa en esta ciudad ha sido siempre una forma de la movilidad. Quiero decir, el espacio que se supone que cohabitamos se vive en una constante separación de los cuerpos, desde siempre. El auto es esa caja de metal que nos aísla del exterior, que nos lleva en lo individual hacia un destino que es muchas veces el mismo: lo absurdo de vernos unidos por eso mismo que nos separa en una arteria vial que apenas se mueve.
Ahora, el automóvil se ha quedado varado en todas partes. No significa que haya dejado de tener esa autonomía esclavista de querer darnos la oportunidad de ir a donde sea. El problema, creo yo, está en otra parte. La pandemia no ha eliminado los medios de transporte individual y privilegiados como los automóviles. Más bien, ha convertido en una trampa mortal el transporte público. Pero sobre todas las cosas, lo que el coronavirus ha cambiado de fondo es que ha eliminado casi por completo los lugares que antes eran nuestros destinos cotidianos. ¿De qué nos sirve tantísima potencia, tantísima libertad, si no tenemos a dónde ir?
Con esto, la bicicleta se ha convertido en uno de esos fenómenos inesperados al resurgir como una alternativa de movilidad en donde, aparentemente, nada se mueve. Es “un paraíso construido en el infierno”, como diría Rebecca Solnit. Más que nunca los parques se ven llenos de ciclistas casuales que ni siquiera se tomaron la molestia de revisarle la presión a las llantas de una bicicleta que, seguramente, estuvo empolvándose en una cochera por años. Van ahí afuera, por primera vez en mucho tiempo, como si por ese simple hecho redescubrieran la dicha.
El resurgimiento de la bicicleta como transporte masivo, que fue desplazada poco después del inicio del siglo XX por el automóvil, no es algo exclusivo de los Estados Unidos. Como señala Heather Farmbrugh en un artículo para Forbes, lo mismo ha sucedido en Londres y en otros sitios donde el uso de la bicicleta se ha disparado en por lo menos un 50%. En Houston, la industria del ciclismo se ha convertido en algo esencial ante la ausencia de transporte público y la parálisis de la urbe. Como mera evidencia anecdótica, platicando un poco con el dueño de Blue Line Bike Lab, una de las tiendas de bicicletas más queridas de la ciudad, es claro que las ventas en este mes y medio han superado todas las expectativas posibles. “Es difícil de cuantificar la comparación entre el antes y el después”, me dice, “pero podría aventurarme a decir que por lo menos estamos entre un aumento de 200% a 300% de ventas en comparación con el año pasado. Hemos vendido bicicletas más rápido de lo que podemos armarlas”. Lo mismo ha sucedido con otros negocios que se han adaptado para atender a un gran número de personas que buscan servicios de reparación. Una llanta ponchada, una cadena demasiado sucia, un eje que rechina. Todo resuelto con mecánicos afuera de las tiendas, a la distancia, sin aglomeraciones.
Ante algunas medidas bastante estrictas para limitar la congregación de personas al aire libre, como cerrar parques o prohibir cualquier tipo de ejercicio en espacios de recreación, la ciudad entera se ha convertido en un parque de diversiones para el ciclista. Ahora, la soledad incomprensible de las calles nos sugiere una realidad futura que sólo en este momento se vuelve posible. En la normalidad, el auto dominaba el espacio público como la extensión inevitable de nuestros exoesqueletos, como la forma más común de experimentar el lugar en el que vivimos. Tanto a ciclistas de muchos años como a los novísimos aventureros que desempolvaron el pasado, la pandemia nos ha enseñado que la ciudad puede ser otra sin tantísimo tráfico, sin tanta contaminación, con el espacio suficiente en el que todas y todos cabemos.
Y así, la bicicleta se ha vuelto esencial. No sólo sirve, pues, como las cosas que más importan, para ir de un lugar a otro. Sirve también, por pura y fiera felicidad, para no ir a ninguna parte.