Hay una especie de corresponsabilidad de la que se ha hablado mucho en estos días de pandemia, como si se tratase de una forma específica de estar juntos. Ante el paro de emergencia que se nos ha venido encima a todas(os), la misiva parecer ser siempre la misma: no te quedes en casa sólo por ti, sino por aquellos que se encuentran más vulnerables.
Gozar, entonces, de una medianamente buena salud, pareciera en estos instantes uno de los privilegios más extravagantes. Con ese privilegio, muchas(os) de las jóvenes más jóvenes han desafiado las limitaciones gubernamentales, los toques de queda y las restricciones para desafiar la pandemia y sus consecuencias, siempre con la creencia de “no puede pasarme a mí”.
Y así, en el encierro, me parece necesario volver a una novela – a pesar de que hace poco le confesaba a una gran amiga que ya casi no me gustaba leer novelas – que brilla por ser relevante independientemente de cuándo la leas.
Leí Elegía del norteamericano Philip Roth tal vez un par de años después de que saliera su primera edición en 2006. La traigo a colación porque la memoria funciona de formas siempre misteriosas. Roth ha estado presente desde entonces, sí, pero más después de su muerte en 2018, cosa que siempre es lamentable. Como un presagio, Elegía es la novela de despedida prematura de Roth, no como una novela de sí mismo en la vejez, sino para sí mismo, como ha dicho ya Michael Wood. Sin embargo, releerla ahora cobra otra dimensión, como lo han hecho muchas de las cosas que hemos estado pensando todas y todos desde la distancia en estos días.
Elegía es la historia de un hombre anónimo de setenta años que comienza precisamente en el entierro de su personaje principal. A modo de biografía trunca, el narrador nos revela poco a poco una vida escasa de luz y plagada por una única y eterna lucha contra la muerte. La historia de este publicista de Nueva York judío nos lleva de la mano por todos los momentos en los que se enfrenta con su propio sentido de la mortandad: cuando de niño ve el cadáver lejano de un ahogado; su primera estancia en un hospital; después, la forma en la que sus padres fenecen y, al final, ese período terrible y oscuro en que comienzan a morirse todos sus amigos.
Es un libro difícil de leer. Es también, sobre todo ahora, un libro difícil de releer. Pero su dificultad no reside sólo en sus temas, sino en la ubicuidad de su problemática. La tragedia de la que somos partícipes en Elegía nos conmueve tan hondo porque se trata de una tragedia cotidiana. Evocando su título original en inglés, Everyman, lo que leemos en Roth es la historia más común de todas, esa del deterioro en el que “la vejez no es una batalla; la vejez es una masacre”.
En tiempos de pandemia mundial, sobre todo cuando nuestros mayores son los más vulnerables, sabemos de sobra que lo inevitable es un espejo en el que no queremos vernos – o algo así pensaría Oscar Wilde. Más aún, lo revelador de una novela como esta, una novela sobria y de una ternura vasta que cala profundo, es que nos invita a repensar el presente como un continuum irremediable. La compasión a la que estamos obligados moralmente a recurrir en estos momentos no se trata de la historia de los demás. Al revés, es una historia propia por venir de la que nadie se escapa. Por más que alguien nos diga que “estamos a salvo”, tarde o temprano, como dice Roth, “sólo nos quedan nuestros cuerpos, que nacen y mueren en las mismas condiciones en las que otros cuerpos vivieron y murieron antes que nosotros”.