Durante muchos años fue una maquinaria casi perfecta: políticos con visión empresarial y/o empresarios disfrazados de políticos que financiaban campañas electorales, colocaban a los suyos en puestos de poder, arreglaban contratos de obra a su favor, privatizaban servicios públicos, saqueaban presupuestos, escondían dinero en paraísos fiscales, lo lavaban y lo volvían a inyectar a la política.
Un mecanismo de corrupción que se perfeccionó al amparo de gobernantes, legisladores, jueces, fiscales, empresarios, intermediarios. Delincuentes en lo privado, respetables empresarios y funcionarios en lo público.
El cáncer se enquistó en todos los órganos del Estado, pudrió la política y la vida social, hasta que sus efectos se volvieron insoportables.
La inseguridad, la violencia, la pobreza, las carencias en salud, educación y servicios, o el narcotráfico, no son los problemas estructurales del país, sino los síntomas de la verdadera enfermedad que corroe el cuerpo social.
Se llama corrupción, y se extiende por todas partes sin respetar clases sociales, religión, militancia política; ni siquiera fronteras.
Así describe el cineasta José Padilha, en su serie El Mecanismo, al Brasil de las últimas décadas. El gigante sudamericano, que era referente mundial por su economía neoliberal y su política social, engendró al empresario Marcelo Odebrecht y la red de corrupción puesta al descubierto con la Operación Lava Jato.
El caso brasileño, que se volvió paradigmático porque implicó investigar a más de 40 políticos y empresarios, y puso al descubierto una red de sobornos que tocaba a políticos en 12 países, incluidos presidentes, es un buen referente para entender el caso mexicano.
Como en Brasil, en México comienza a quedar al descubierto la operación de un grupo que usó la política como medio para multiplicar riquezas privadas con cargo al erario.
Hacia allá apunta la detención del ex director de Petróleos Mexicanos, Emilio Lozoya, uno de esos personajes capaces de entrar y salir de la política y los negocios; un día asesor de una empresa transnacional, otro día funcionario público; un día directivo del Foro Económico Mundial, otro día estratega de una campaña presidencial.
Integrante del primer círculo de colaboradores de Enrique Peña Nieto, Lozoya es el personaje clave en escándalos de corrupción como el capítulo mexicano del caso Odebrecht, el caso OHL y el caso Fertinal.
Su relación con el grupo político de Peña Nieto no se limita a su paso por la campaña presidencial de 2012, como coordinador internacional, o sus cuatro años en el gobierno, como director de Petróleos Mexicanos.
Se le vincula a Peña desde los años del Estado de México, aquellos en los que Peña Nieto y su grupo gobernaban la entidad más poblada del país, al tiempo que preparaban su llegada a la Presidencia de la República.
En una investigación dada a conocer en 2017 bajo el título de El Ciclo, la asociación ciudadana AHORA describe detalladamente cómo el grupo político de Peña Nieto utilizó la construcción del Circuito Exterior Mexiquense para generar recursos que pudieron haber financiado al menos tres campañas electorales en el Estado de México: la de Peña Nieto en 2005, la de Eruviel Ávila en 2011 y la de Alfredo del Mazo en 2017.
El Ciclo detalla cómo una de las principales obras públicas del sexenio de Peña Nieto como gobernador fue concesionada a la empresa española OHL (de la que Emilio Lozoya fue consejero delegado en México) en condiciones sospechosamente ventajosas para el consorcio y evidentemente desastrosas para la hacienda pública mexiquense.
Los autores de esa investigación concluyen que los sucesivos gobiernos priistas del Estado de México, desde Arturo Montiel hasta Alfredo del Mazo, recrearon un ciclo de poder-corrupción-dinero-elecciones: el mecanismo brasileño versión mexicana, con una parada estratégica en las elecciones presidenciales de 2012, cuando Peña Nieto llegó a Los Pinos salpicado por el caso Mónex, un escándalo de financiamiento ilegal de las campañas priistas que las autoridades electorales terminaron de investigar y sancionar hasta 2013, cuando Peña y sus operadores ya estaban en el poder.
En el primer año de gobierno, Peña Nieto recorrió el mundo para promover las reformas que había acordado realizar con los partidos de oposición, a los que subió al barco del Pacto Por México.
Peña, Lozoya, Luis Videgaray, Gerardo Ruiz Esparza y demás conspicuos peñistas, eran entonces los respetables funcionarios que estaban “salvando a México”, los flamantes artífices del “Mexican moment”, aplaudidos por los organismos financieros internacionales, los foros económicos y la prensa especializada.
En 2017, cuatro años después de que la autoridad electoral concluyera que el caso Mónex había sido una operación de financiamiento paralelo, pero legal, el mecanismo volvió a echarse a andar en las elecciones de gobernador del Estado de México, quizás las más caras en la historia de la entidad.
Con nuevas herramientas de fiscalización y plazos más cortos para detectar irregularidades y sancionarlas, la autoridad electoral detectó un gasto no reportado en la campaña del priista Alfredo Del Mazo por más de 50 millones de pesos, y aplicó a la coalición que lo postuló (PRI-PVEM-PES-Panal) una multa ejemplar de 279 millones de pesos.
Sin embargo, la Unidad Técnica de Fiscalización (entonces a cargo de Eduardo Gurza Curiel, un ex colaborador de Del Mazo en Banobras) no encontró en la denuncia presentada por la agrupación AHORA elementos de prueba, y desestimó la acusación de que esa campaña podría haber sido financiada mediante el desvío de hasta 4 mil millones de pesos.
Aunque en ese momento la administración Peña Nieto ya tenía el agua al cuello tras la revelación periodística de los escándalos de La Casa Blanca de Angélica Rivera, La Estafa Maestra, OHL y Odebrecht, el ciclo poder-dinero-corrupción-elecciones volvió a funcionar, y Del Mazo se convirtió en gobernador en septiembre de 2017.
Un mes después, el entonces fiscal de Delitos Electorales, Santiago Nieto, renunció al cargo haciendo duras acusaciones al gobierno de Peña Nieto y en particular a Emilio Lozoya, entonces ya investigado por sus nexos con OHL, Odebrecht y la venta de la planta Agronitrogenados.
En un libro publicado en julio de 2018 (Sin filias ni fobias, memorias de un fiscal), Santiago Nieto habla también de un mecanismo o un ciclo en el que el poder, el dinero y la corrupción se retroalimentan campaña tras campaña, gobierno tras gobierno, concesión tras concesión.
“Los acuerdos de partidos y candidatos con empresarios, grupos de interés, e incluso organizaciones delincuenciales para financiar campañas generan compromisos profundos que terminan convirtiéndose en actos indebidos al iniciar los gobiernos”, describe Santiago Nieto en su libro.
Hoy, como titular de la Unidad de Inteligencia Financiera e la Secretaría de Hacienda, Nieto es probablemente el funcionario de la 4T más interesado en que el caso Lozoya no quede en una sola detención, que podría ser anecdótica e irrelevante si no conduce a la exhibición de todos los engranes del mecanismo.
Nieto lo sabe, y por eso en sus memorias también advierte que “la corrupción generada en el país es un lastre que no desaparecerá sólo con la voluntad, sino que requerirá mejorar los diseños institucionales”.
Lograr algo así depende de él, del fiscal Alejandro Gertz Manero (quien al menos coincide en el diagnóstico), de los legisladores de Morena y del presidente de la República.
Si Andrés Manuel López Obrador quiere cumplir su principal promesa de campaña (acabar con la corrupción y transformar la vida pública de México), debe aprovechar las detenciones de personajes como Emilio Lozoya, Juan Collado, Rosario Robles, e incluso la de Genaro García Luna, para desmantelar las redes de poder y corrupción tejidas alrededor de cada uno de esos personajes.
Como lo sugiere Santiago Nieto en su libro: modificar leyes, fortalecer fiscalías, perfeccionar los procesos de auditoría, vigilar contratos y adjudicaciones, cerrar las ventanas de oportunidad que quedan abiertas en la imperfecta maquinaria de combate a la corrupción con la que cuenta el Estado mexicano.
Eso debería ser el caso Lozoya: la oportunidad para exhibir y desmontar el mecanismo corruptor, ése sí preciso y perfecto. Sólo en caso de lograrlo, podríamos estar ante el fin del ciclo de corrupción que ha podrido a México.