
En tiempos donde todo parece cambiar a la velocidad de una notificación, hablar de tener un proyecto de vida puede sonar lejano. Sin embargo, nunca había sido tan necesario.
Vivimos en una época de sobreinformación, donde abundan los caminos superficiales, pero escasean los rumbos.
Un proyecto de vida no es un documento ni una lista de metas; es una brújula personal. Es la respuesta íntima a tres preguntas fundamentales: ¿Quién soy? ¿Qué quiero? ¿Qué huella quiero dejar? Sin esas respuestas, corremos el riesgo de vivir en automático, reaccionando más que construyendo nuestro propio futuro.
En Sonora, cada vez más jóvenes expresan incertidumbre ante el futuro. No es falta de talento, sino falta de propósito. Por eso, los espacios que impulsen la reflexión son vitales.
Construir un proyecto de vida implica descubrir lo que nos apasiona, reconocer nuestras habilidades y, sobre todo, entender cómo podemos ponerlas al servicio de algo más grande que nosotros mismos.

Tener un proyecto de vida no significa tener todo resuelto. Es, más bien, una decisión constante de orientarse hacia el crecimiento, incluso cuando el camino no está claro. Es una forma de resistir la dispersión y apostar por la coherencia entre lo que pensamos, sentimos y hacemos.
Necesitamos jóvenes que no sólo busquen éxito, sino sentido; que no sólo aspiren a tener, sino a ser. Y necesitamos adultos, instituciones y comunidades que acompañen esos procesos con empatía y esperanza.
Porque un joven ocupado no tiene tiempo para malos hábitos. Porque un joven con un proyecto de vida no sólo transforma su presente: ayuda a construir un futuro con dirección y propósito.


