
La discusión sobre la nueva Ley General de Aguas (LGA) y las reformas a la Ley de Aguas Nacionales (LAN) llega en un momento decisivo para el país. El Gobierno Federal ha insistido en que el objetivo central de esta actualización normativa es combatir la corrupción histórica en la operación de concesiones, cerrar espacios a la discrecionalidad y ordenar un sistema hídrico que hoy funciona con vacíos legales y prácticas opacas. La reasignación de volúmenes, la revisión de transmisiones y la creación de mecanismos de control son parte de esta narrativa oficial.
El Gobierno Federal ha defendido que la nueva Ley General de Aguas busca corregir décadas de prácticas discrecionales, cerrar espacios a la corrupción en el manejo de concesiones y recuperar la rectoría del Estado sobre un recurso estratégico. De acuerdo con su narrativa, la actualización normativa permitirá ordenar la transmisión de derechos, frenar los mercados irregulares de agua y garantizar que el abastecimiento responda al derecho humano y no a intereses particulares. También plantea que estas reformas son indispensables para enfrentar un contexto de sequía, sobreexplotación de acuíferos y creciente presión urbana, donde la disponibilidad hídrica se ha vuelto un riesgo nacional.
Sin embargo, aun reconociendo estos objetivos, la transformación del régimen hídrico no puede ser abrupta. Cambiar de fondo el esquema de concesiones, limitar transmisiones y sujetar reasignaciones a criterios federales requiere un periodo de adaptación que preserve la certidumbre jurídica y financiera de quienes dependen del agua para producir. El campo arrastra rezagos históricos en infraestructura, acceso a financiamiento y tecnificación; someter a productores, distritos de riego y agroindustrias a reglas nuevas sin una transición ordenada amenaza la continuidad de unidades productivas que ya operan al límite. Además, la falta de capacidad institucional y presupuestal para aplicar la reforma —particularmente en CONAGUA— acentúa la percepción de que el cambio normativo podría llegar antes que las herramientas para implementarlo.

Este desfase explica, en buena medida, la creciente inconformidad social. Productores agrícolas y ganaderos de múltiples estados han realizado bloqueos y manifestaciones para advertir que la reforma, tal como está planteada, podría afectar la viabilidad de sus tierras, la seguridad de sus inversiones y la continuidad del ciclo productivo. El desafío para el Estado es doble: atender la legítima preocupación por combatir la corrupción y ordenar el uso del agua, pero también reconocer que cualquier modificación profunda debe construirse con gradualidad, diálogo territorial y un enfoque diferenciado que no profundice el rezago rural ni fracture el delicado binomio tierra-agua del que depende la seguridad alimentaria del país.
Sin embargo, detrás del propósito gubernamental emergen riesgos profundos para la relación suelo–recurso hídrico que históricamente ha sostenido la productividad agrícola. El dictamen mantiene restricciones severas para la transmisión de derechos, limita los cambios de uso del agua y no garantiza la continuidad de volúmenes en procesos de sucesión o transferencia, lo que introduce incertidumbre jurídica sobre la operación cotidiana del campo y la valuación de las tierras . En regiones donde el agua determina la viabilidad de un rancho, un invernadero o un módulo de riego, la falta de mecanismos claros para heredar o reasignar concesiones amenaza la continuidad de unidades productivas.
A este riesgo patrimonial se suma un contexto de estrés hídrico creciente. México enfrenta sequías recurrentes, acuíferos sobreexplotados y una infraestructura hidráulica que envejece aceleradamente. Muchos sistemas de conducción rural operan con pérdidas superiores al 40%, sin mantenimiento suficiente y con plantas de bombeo obsoletas. Pese a ello, el Presupuesto de Egresos de la Federación 2026 contempla una reducción del 1.2% al sector hídrico, pasando de 37 mil millones ejercidos en 2025 a 36 mil millones, limitando aún más la capacidad operativa de CONAGUA para atender las nuevas responsabilidades que la ley le asigna . La reforma amplía cargas administrativas, pero no garantiza recursos para gestionarlas.
En paralelo, persisten elementos que podrían profundizar la incertidumbre: la reasignación de volúmenes queda sujeta a un Comité federal sin participación de usuarios; las Unidades y Distritos de Riego mantienen prohibiciones para cambiar usos; y los procedimientos para reponer pozos colapsados siguen sin una solución clara. Todo esto impacta directamente la planeación agrícola y la inversión en el campo. En un entorno donde el 76% del agua nacional se destina a actividades agroalimentarias, cualquier vacío técnico o jurídico puede repercutir en precios, empleos y producción.

El país necesita un marco legal moderno, transparente y orientado a combatir la corrupción, sí, pero también requiere reglas claras que protejan el valor productivo de la tierra, incentiven la inversión y garanticen continuidad operativa a quienes producen alimentos. Sin una estrategia presupuestal robusta ni un plan nacional hídrico integral, la reforma corre el riesgo de quedarse en el papel y profundizar las tensiones entre gobierno, usuarios y regiones.
Hoy más que nunca urge repensar el enfoque integral de la gestión del agua: combinar visión jurídica con capacidad técnica, financiamiento suficiente y mecanismos de gobernanza que involucren a quienes viven y producen en los territorios. La justicia hídrica no se logrará solo con normas más estrictas, sino con instituciones fuertes, infraestructura moderna y reglas que generen confianza de largo plazo.
Moisés Gómez Reyna, economista y maestro en Derecho Constitucional



