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jueves, agosto 28, 2025

Le llamaremos libertad

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Me preguntaban si Camila (mi abuela) en realidad deseaba “esa gestación” (la de los Chabelitos, que le comenté en mi escrito anterior). No lo sé. Aquellos eran otros tiempos, tiempos que duraron mucho para poder siquiera hablar sobre cómo se podría planificar una familia. Así eran los tiempos de aquel peonaje.

Lo que sí puedo comentar es que Camila era una guerrera. Mi padre me contó que, cierto día, en los tiempos de la Revolución Mexicana, un grupo revolucionario pasó por el pueblo en donde vivían y se llevaron en leva a su padre. Entonces, mi madre —nosotros estábamos chiquitos y a Vicenta, la hermana menor, la traía en brazos— nos llevó de prisa tras los soldados y, cuando los alcanzó, buscó y buscó hasta encontrar a quien los mandaba. Cuando lo halló, nos puso a todos nosotros delante de ella y le mostró a Vicenta en su pecho, y ahí le pidió al general que le devolviera a su marido.

El ejército era el ejército.
“Si se lleva a mi marido —le dijo, enseñando a Vicenta amamantándose de su seno—, ¿quién les procurará la comida a mis hijos?”.

Epigmenio regresó con su familia. ¡Qué fortaleza y visión la de aquella mujer! Al paso del tiempo, todos sus hijos fueron a la escuela, y sus cuadernos eran los reversos de las hojas de publicidad. ¡Camila rompió con aquel esquema de “castas”!

Ahora sigo con lo de hoy: en las mañanas, cuando camino por el parque, hago dos pausas. En la primera, me siento en una banca, reposo un momento, enseguida hago algunas sentadillas y sigo hacia la segunda parada; ahí me siento junto al lago para embelesarme con las tantas bellezas que me rodean.

En el trayecto, ocasionalmente me acompaña Toño y, en mi primera pausa, hoy se puso a enviar el Evangelio del día a sus amigos.
“Pero nadie me contesta de haberlo recibido”, me dice entristecido.

Para esto, tal vez podría haber varias razones para explicar este silencio: que no les llegue el envío, que no deseen o no puedan contestar o, tal vez, sean los hábitos de una cultura en donde no hay costumbre de responder agradecidamente. Vaya usted a saber.

Esta “no respuesta a Toño” me hizo recordar el libro El loco de Dios en el fin del mundo, de Javier Cercas. El libro es la historia contada como novela, o una novela escrita de una historia, o las dos cosas a la vez, en donde narra el viaje que hizo el papa Francisco a Mongolia.

Esta “locura” empieza cuando unos personajes de la alta curia vaticana invitan a Cercas a que escriba un libro sobre el viaje que realizaría Francisco.
“Pero yo soy ateo”, les dice Cercas.
“Precisamente por ello queremos que tú lo escribas, y lo escribas libremente”. Y el trato se cerró.

Mongolia es una nación que tan solo cuenta con mil quinientos católicos.
“Es un desperdicio”.
“Tanto gasto para tan pocos católicos, y además llevan a un ateo”.
“Recemos para que pronto se muera el papa”, clamaron sus detractores.

Este escenario me hizo recordar a un eminente psicólogo amigo mío quien, en el análisis de una sesión de psicoterapia sistémica, me dijo:
“Pepe, uno no huele sus propias hediondeces, pero los demás sí las perciben, y hasta buscan percibirlas para echarlas en cara contra quien pelean. El problema es que estos otros también tienen sus propias fetideces, y esta corresponsabilidad en el conflicto es la que hay que desnudar”.

Aquí me pregunté si Francisco tuvo enemigos en casa y si la fórmula de mi sistémico amigo podría valer en lo sociológico de este problema eclesial, obvio, si es que lo hubiere. No lo sé. El caso es que Cercas, como un “sociólogo escritor”, encontró, entre otras cosas, que la Iglesia actual tiene un discurso muy anticuado que no les llega a los jóvenes del mundo de hoy. Quizá esto podría ser una explicación para el problema que aqueja a Toño. Tal vez.

Y, como “somos animales de costumbres”, ya de regreso a casa me detengo —casi a la misma hora— en los abarrotes de Ismael. Ahí me encuentro con don Rodrigo, con sus birotes y sus ocurrencias, y con Daniel, a quien le pido que no deje de rezar por nosotros en la misa de las nueve los domingos. Cuando se despeja la clientela, Ismael me acompaña hasta el carro y, por estos pasos, me pregunta si conozco a alguna persona que pudiera dar la clase de finanzas a unos niños.
“De momento no recuerdo a alguno”, le respondo.
“Ahí le encargo si sabe de alguien”.

Esta pregunta revoloteó en mi mente.
“¡Qué maravilla!”, le dije.

Enseguida, Ismael esbozó algo sobre la necesidad de poner orden y disciplina para que no exista tanto libertinaje. Ya rumbo a casa, me pregunté a mí mismo: ¿cómo tendría que ser este orden y disciplina para que no existiera tanto libertinaje?

Enseguida me hice esta afirmación: libertinaje es lo contrario de libertad. Entonces la pregunta es: ¿qué es la libertad?

Y me respondo: la libertad, en sí, no existe; porque si existiera, podría comprarla (por kilos) en los abarrotes de Ismael. La libertad es un concepto. Pero, si la libertad es un concepto, entonces, ¿de dónde sale este concepto?

En qué embrollo me estoy metiendo… Por lo que le ruego me acompañe a ir en búsqueda del origen del concepto: la libertad.

Podríamos tomar cualquier momento, de cualquier situación, pero, como ya estamos con lo de Ismael, tomemos, para el caso, un salón de clases. Aquí frente a nosotros está una historia, la que quizá usted y yo hayamos sido parte de ella cuando estuvimos en la escuela:

“1, 2. 1, 2. 1, 2. ¡Lleven el mismo paso! 1, 2. ¡Todos uniformes! 1, 2. Escuchen la orden: ¡1, 2!”.

Esta es la disciplina:
“1, 2. ¡Obedezcan! 1, 2. ¡Marcando el paso! ¡Que se oiga! 1, 2”.

En este represivo marcaje del “1, 2”, la “decisión” personal es la obediencia: una obediencia impuesta. En esta imposición, la autoestima decrece, nuestra individualidad se achaparra, nuestra creatividad se marchita. Esto es lo visible.

Pero por allá, en nuestro cerebro —y esto es trágico—, cuando en nuestras neuronas queda claramente prendida y aprendida la obediencia como una normalidad: “1, 2”.

Aquí me pregunto sobre la cantidad de niñas y niños que, teniendo una capacidad genial, se quedan aplastados por el profundo conocimiento obediente: “1, 2”.

Pero en esta “normalidad” no hay absolutos. Hay rebeldes, quienes, con sus rebeliones, quebrantan el orden impuesto y aquí podrían aparecer los libertinos, los desadaptados, los herejes, Camila, Martin Luther King Jr. (agregue usted a quien desee) y hasta un reducido número de genios.

Bien, ¿pero de dónde sale el concepto de libertad? Vayamos ahora al salón de al lado:

“1, 2, 3. Tómense de la mano” —aquí hay una música agradable—.
“1, 2, 3. Cada quien siga a su ritmo. Muévanse de un lado, ahora para el otro, derecha, izquierda, para adelante, para atrás. 1, 2, 3. Tómense de la mano. Ahora cuenten los pasos. Sientan la música. Mírense a los ojos”.

Y en el rostro del otro o la otra irán apareciendo las diferencias, los acuerdos o desacuerdos (los límites).
“1, 2, 3. Si gustan, cambien de pareja. 1, 2, 3”.

Y en estos actos libres, consensuados (responsables) de las decisiones que uno toma para con los demás y lo demás, nos hace crecer como personas y como sociedad.

“1, 2, 3”, y al mirarnos a los ojos (tú conmigo y yo contigo, porque así lo decidimos), en este sencillo y comprometido acto libre, le podremos poner por nombre: Libertad. LA LIBERTAD.

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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