El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, rubricó el pasado 4 de julio una ley que eleva el presupuesto del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) a 75 millones de dólares, convirtiéndolo en la principal agencia de seguridad nacional y dotándolo de recursos superiores a los de los ejércitos de Reino Unido, Francia o Alemania.

Del total, 45 millones se destinarán hasta 2029 para la construcción de nuevos centros de detención, un incremento del 62% respecto al sistema federal de prisiones, lo que podría permitir la retención diaria de hasta 116 000 personas.
Otros 30 millones financiarán operativos que habilitarán 10 000 nuevos agentes, con la meta de alcanzar un millón de deportaciones anuales; además, 4 100 millones financiarán refuerzos en la Patrulla Fronteriza y en aduanas, según detalló el Departamento de Seguridad Nacional (DHS).
Este despliegue de recursos (que coloca a ICE por encima del FBI, la DEA o el Servicio Secreto) ha generado fuertes críticas de organizaciones civiles y de derechos humanos. Neera Tanden, presidenta del Center for American Progress, calificó la expansión de “indignante” y advirtió que aterroriza comunidades; Frank Sharry, de America’s Voice, la llamó “atroz avance del autoritarismo” y alertó que el ICE podría extender su acción ilegal incluso contra ciudadanos estadounidenses.

En lo que va del año fiscal 2025, 11 migrantes han muerto bajo custodia de ICE, casi igualando las 12 víctimas del año anterior.
Mientras tanto, en la Ciudad de México, la reciente protesta contra la gentrificación en colonias como La Condesa y Roma (que terminó con violencia y daños a 13 inmuebles), puso de relieve la tensión social que genera el alza de precios impulsada en parte por extranjeros de altos ingresos.
Un estudio publicado en 2024 por la revista Proceedings of the National Academy of Sciences documenta que, entre 2000 y 2022, el precio promedio por metro cuadrado se multiplicó por seis, mientras que los ingresos laborales per cápita no han seguido el mismo ritmo. Zonas “supergentrificadas” como Polanco y la Condesa vieron incrementos de hasta ocho veces en solo dos décadas, desplazando a residentes originales hacia colonias más baratas, que a su vez experimentan presiones similares.
En respuesta al descontento, el Gobierno de la Ciudad de México rechazó las expresiones xenófobas surgidas en algunos grupos durante las movilizaciones y defendió sus políticas de vivienda social y mejoramiento habitacional. Sin embargo, colectivos y vecinos exigen medidas concretas para frenar la pérdida de accesibilidad a la vivienda.

El debate sobre la gentrificación (acentuado por la presencia de “nómadas digitales” extranjeros), refuerza la urgencia de diseñar políticas de largo plazo que equilibren desarrollo urbano y protección de comunidades vulnerables.
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Así, mientras Washington refuerza la maquinaria migratoria con un presupuesto sin precedentes, en CDMX arrecian las protestas por el desbordado proceso de gentrificación, mostrando que las políticas de seguridad y vivienda enfrentan retos paralelos y urgentes a ambos lados de la frontera.