Las elecciones del 1º de junio dejaron a la vista la necesidad de una reforma político-electoral, que haga viables los procesos para elegir los tres Poderes de la Unión en comicios que se pretenden democráticos, profesionales, confiables, simultáneos y menos costosos.
Las lecciones son muchas, pero sólo hay una en la que todos parecen estar de acuerdo: México no puede ir a la gran cita electoral de 2027 en condiciones como las de 2025. Es decir, con las mismas presiones, la improvisación, la poca certeza en las reglas y los retrocesos vistos en la elección judicial.
Aunque Guadalupe Taddei y otras voces del oficialismo digan que todo salió bien, lo cierto es que las evidencias son preocupantes: la bajísima participación, la poca claridad en el proceso de selección y postulación de candidaturas, la imposibilidad de realizar campañas que permitieran a la ciudadanía conocer mínimamente a las personas por las que tenía que votar y el regreso de prácticas como las boletas planchadas, las urnas embarazadas, la existencia de más votos que votantes en una sección electoral, las casillas zapato y la aparición de boletas marcadas con la misma caligrafía y exactamente los mismos patrones.
Evidencias de que la voluntad ciudadana fue suplantada, de que se rompió el principio de “un ciudadano-un voto” y de que se quebrantó la regla fundamental de la democracia: certeza en las reglas, incertidumbre en el resultado.
En la elección judicial ocurrió exactamente lo contrario: nadie tenía claras las reglas de la elección -que el Congreso dejó inacabadas, confusas e inaplicables, tanto en la Constitución como en las leyes secundarias-, pero de antemano se sabía quiénes iban a ganar: las candidaturas cercanas al régimen que, para que no hubiera duda, las apuntó en guías de voto ampliamente difundidas, los famosos acordeones, la vergonzosa aportación de Morena a la picaresca electoral mexicana.
La coincidencia de los acordeones con los resultados de la elección son la prueba irrefutable de que la elección judicial no fue un proceso democrático, y de que urge una reforma político-electoral que impida que esto vuelva a ocurrir.
Que sí debería tener una reforma
Una reforma electoral debería caminar hacia el voto electrónico y el voto por internet, no sólo para reducir costos, sino para facilitar el uso de boletas que en la elección judicial resultaron incomprensibles para la mayor parte de la ciudadanía.
La reforma debería corregir todas aquellas fallas, duplicidades y vulnerabilidades del sistema que el INE viene detectando en sus procesos desde hace años, y que en la elección judicial llegaron a un punto extremo.
La reforma debería atajar el dinero sucio que se lava en los procesos electorales y acabar con los patrocinios ilegales a partidos y candidatos.
La reforma debería ser política, no sólo electoral; es decir, debería estar dirigida no sólo a cambiar las reglas de acceso al poder (que es lo que se ha hecho en las últimas reformas, desde 1996 hasta 2014), sino modificar la forma en la que se ejerce el poder.
La reforma debería empoderar a la ciudadanía, ampliar sus derechos y facilitar su participación en la vida democrática más allá de la fecha de los comicios.
La reforma debería modernizar el sistema político mexicano y hacerse cargo de que la democracia no puede reducirse a cubrir el expediente electoral, sino que debe mejorar la vida de la gente.
Pero esa no es la reforma que pretende el oficialismo.
¿Qué plantea Claudia Sheinbaum?
La presidenta Claudia Sheinbaum anunció la semana pasada que propondrá una reforma electoral, que según legisladores de Morena será presentada en septiembre, al arranque del segundo año de la actual Legislatura.
Es una pena que la presidenta haya decidido hablar de la necesaria reforma electoral como reacción a los señalamientos que cinco consejeras y consejeros del INE han hecho sobre la elección judicial, y por haberse “atrevido” a sugerir que no se aprobara la declaración de validez de la elección de ministros de la Suprema Corte.
Las consejeras Dania Ravel y Claudia Zavala, y los consejeros Arturo Castillo, Martín Faz y Jaime Rivera, no hicieron más que evidenciar las malas prácticas detectadas gracias a la depuración realizada en los Cómputos Distritales y, en uso de sus atribuciones legales (que según la presidenta no tienen, pero según la Constitución, sí), invalidar los votos de 818 casillas en las que las prácticas fraudulentas fueron extremas.
A eso, la presidenta respondió en la mañanera del martes 24 de junio acusando al INE de extralimitarse en sus funciones y, a los cinco consejeros en particular, de tener una postura política contraria a la 4T y actuar “de forma antidemocrática”.
Luego advirtió que habrá reforma electoral, como si se tratara de un castigo, y anunció que retomará lo que planteó en sus “cien compromisos para el segundo piso de la transformación”, un documento ambiguo que plantea cuatro cosas en esta materia:
- Voto popular para mayor autonomía del Poder Judicial.
- Reforma al sistema electoral.
- No reelección en puestos de elección popular.
- Gobierno honesto, sin nepotismo.
En otro documento, titulado “cien pasos para la transformación, Claudia Sheinbaum 2024-2030”, se detalla:
- Impulsaremos la reforma al sistema electoral que fortalece la democracia participativa, la revocación de mandato, la decisión del pueblo a través de las consultas, la reducción del costo del INE y del Tribunal Electoral y la elección de los consejeros electorales y los magistrados, por voto popular.
Y, en otros posicionamientos, la presidenta ha defendido la desaparición de los diputados y senadores plurinominales y la reducción de las prerrogativas a partidos políticos, dos propuestas que no van a acompañar sus aliados del Partido Verde y el Partido del Trabajo, necesarios para cualquier reforma constitucional que pretenda Morena.
Sin embrago, un día después precisó que se va a crear un grupo de trabajo para desarrollar la iniciativa y, contrario a lo dicho por el coordinador de Morena en la Cámara de Diputados, Ricardo Monreal, la presidenta descartó que la propuesta se presente en septiembre y que se vaya a aplicar en las elecciones federales de 2027.
Más allá de las diferencias en el régimen sobre el contenido de la iniciativa y las fechas de presentación y aplicación de la reforma, lo cierto es que 2026 sería el año propicio para discutir una reforma profunda, seria, progresiva e incluyente, como la que se necesita. Y que sería mucho mejor ponerla a prueba en las intermedias de 2027 y no en las presidenciales de 2030.
La necesaria reforma electoral no debería ser una venganza en contra de cinco consejeras y consejeros del INE, no debería surgir del rencor y prejuicios de Morena; no debería excluir al resto de los partidos políticos, a la academia y a la ciudadanía; no debería retroceder en términos de certeza, profesionalismo, inclusión y ampliación de derechos.
Por increíble que parezca en medio de la actual turbulencia y encono, la presidenta Claudia Sheinbaum tiene la gran oportunidad de hacer de la necesaria reforma político-electoral uno de los grandes legados de su sexenio.
Así lo hará si atiende más a su inteligencia y vocación democrática, y menos a las voces excluyentes y sectarias de los “duros” que habitan en su partido-movimiento.