En un televisor de bulbos, blanco y negro, arriba del cooler que fungía como mesa. Allí concentraba sus horas de alegría. A veces me mandaba a la guarida (una casa en las faldas del cerro, con unos pinos enormes que daban la mejor de las sombras), para que le comprara un trago de cinco pesos, alcohol noventaiséis grados, rebajado con agua.
Volvía yo con novedades en una botella de cristal. El brebaje y la conversación de estímulo. ¿Cómo andan las cosas por allá?, preguntaba mientras se enjuagaba la boca con el trago recién nacido. Elocuente, como me lo enseñó él, le relataba los pormenores de la guarida, que la Pancha se fue a trabajar, que el Tin Bolas trajo las mermas del mercado desde muy temprano, que un vato recién llegado al barrio amaneció filereado por afuera de la casa del Bilín Torero.
Malo que le hubiera pasado otra cosa. Sus comentarios siempre punzantes. La risa y las preguntas: ¿Quién será ese nuevo, de dónde vendrá? Y ambos sin decirlo vaticinábamos a manera de quiniela el tiempo posible que duraría vivo entre los callejones del barrio.
En una estufa de petróleo ponía el agua a hervir, café chivato, como en sus tiempos de cazador, el sartén con los frijoles, tortillas solo esporádicamente. Las risas: una religión, las palabras ídem. Poco a poco la raza asomaba sus miradas al interior de la casa, las frases de buenos días, el primer pomo que empezaba a rolar, caguamas, cigarros, un joint, los minutos dibujaban la ruta hacia los placeres cotidianos, el saber vivir. Conversar era lo habitual.
Esperábamos ansiosos la llegada de octubre, como plan b teníamos una radio de pilas grandes, por si la televisora no trasmitía la serie de otoño, ese acontecimiento magnánimo para nuestras emociones. El béisbol, la genialidad de los cuerpos armando una coreografía nunca repetida, encima del campo.
Y así las tardes y las noches. El sonido de las palabras, esos diálogos de carcajada, el repertorio de los narradores que con frases poetizaban (poetizan) los sucesos del encuentro. Y sale un cañonazo por tercera. Jonrón de las grandes ligas. Como para que no se aburra el jardinero. Este parador en corto es un perro rabioso. Y así, y así.
A intervalos de cada una de las entradas se armaban los proyectos, se confesaban las arbitrariedades y se confeccionaban pasiones. Entre matanceros, jardineros, mecánicos, albañiles y desempleados, la tertulia era una cabina sin micrófono donde los participantes sacaban de sus roncos pechos la intensa vida.
El estruendo de la bola que se va marcaba la pauta para los silencios., luego del perplejo la voz que comandaba, regresaba a dirigir el tráfico: Cállate, Lico, tú, Chile, lánzate por las otras, Chorris, tráete unos cigarros, y apúrate.
Había lluvia de líquidos cuando el favorito se coronaba. Nos tocó ver al Toro Valenzuela, y celebrar la hazaña, al Balelo se le pasó la dosis y cayó en un charco de agua, como muerto de tanta felicidad. Porque decía que él lo vio jugar cuando ambos jugaron amateur. La raza se carcajeaba, por la situación del Balelo, y por la cábula que repetía intentando convencer.
Era el recinto para la felicidad, el lugar preferido de la delincuencia que contaba el botín de la noche, era el mercado de veinticuatro horas, donde una píldora, una cheve, los cigarros, la mota. Era la serie de otoño el pretexto más implacable para continuar la reunión hasta el amanecer.
Era mi padre quien lo sabía todo, quien nos enseñó el mundo y sus recovecos de felicidad.