Pese a la ola de críticas y preocupaciones que despertó en la opinión pública, esta semana fue aprobada en la Cámara de Diputados la reforma a la Ley de Amnistía.
La modificación avalada con los votos de MORENA y sus aliados ha generado un intenso debate sobre los límites del poder presidencial y la protección de la justicia en nuestro país.
La reforma básicamente dota al Presidente de la República de la facultad para perdonar delitos, cualquiera que este sea, y cuando sea que este haya ocurrido.
Además, el texto es ambiguo y deja espacio para interpretaciones peligrosas. Si bien se argumenta que la amnistía se otorgará a personas que aporten información útil para esclarecer casos relevantes para el Estado mexicano, nunca se dice cuáles son esos hechos relevantes para el Estado, o quién lo determinará. En otras palabras es un auténtico cheque en blanco.
Ello implica un poder inusitado y excesivo que le permitiría al titular del Ejecutivo no solo perdonar a sus aliados, sino presionar a cualquiera persona para que, así como ha ocurrido con el criterio de oportunidad (recuérdese el caso Emilio Lozoya), declare lo que convenga políticamente al gobierno y partido en turno.
Por ello, la reforma ha sido recibida con escepticismo y desconfianza por parte de diversos sectores de la sociedad y de la oposición. Y no es para menos, pues no existe garantía alguna de que no sea utilizada de manera arbitraria o como un instrumento de negociación política.
Las críticas no se han hecho esperar. La oposición ha calificado la reforma como “perversa” y la ha comparado con prácticas propias de regímenes totalitarios.
Es una realidad que cuando se otorga tanto poder a una sola persona, se corre el riesgo de que se abuse de él. El poder absoluto, corrompe absolutamente, dirían los clásicos.
Entonces, permitir que el Presidente tenga la facultad de decidir quién merece la amnistía, sin seguir un proceso claro y bien establecido, es abrir la puerta a la arbitrariedad y la injusticia.
Por otro lado, los argumentos esgrimidos por los diputados de MORENA para justificar la reforma no son nada convincentes.
Si bien es cierto que existen casos emblemáticos de violencia que aún están sin resolver, esta no es la mejor manera de abordarlos y tampoco resulta ético sacrificar el debido proceso y el Estado de Derecho en aras de una supuesta búsqueda de la verdad.
El presidente López Obrador defiende la reforma asegurando que permitirá resolver casos como el de los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa, en septiembre de 2014, o el de Tlatlaya en junio de 2014.
Pero esta afirmación levanta más dudas que certezas, pues no parece aceptable que para obtener información sobre casos tan dolorosos y emblemáticos para el país, el precio a pagar sea la impunidad para quienes estuvieron involucrados.
Por desgracia, la aprobación de esta reforma pondrá en entredicho la fortaleza de nuestras instituciones y el respeto por los derechos humanos.
En lugar de fortalecer la justicia y la democracia, se siguen aprobando reformas que en realidad están erosionando aún más la confianza de la sociedad en el Estado mexicano.
Lo más sano sería que a partir de septiembre una nueva mayoría legislativa de oposición dé marcha atrás a todas estas reformas regresivas que lastiman la justicia, los derechos de las víctimas y pretenden otorgar un poder desproporcionado a la Presidencia de la República. Eso es simplemente no se puede aceptar en un país democrático, civilizado y de instituciones.