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viernes, mayo 3, 2024

Una historia en común

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Estoy feliz porque regreso a casa, después de haber estado hospitalizado durante cuatro días, en donde recibí un ansiado tratamiento para un mal que desde hace cuatro años me viene acosando; entonces, empecé a sentir los pies de plomo. Yo se lo achacaba a la vejez, pero coincidiendo con las vacunas del covid, la pesadez me fue subiendo como botas constrictoras a las piernas. Los tropezones no se hicieron esperar y más cuando andaba descalzo en alfombras peludas: mi dedo gordo del pie izquierdo se enredaba en ellas con facilidad. Además, en la obscuridad, cuando caminaba por espacios conocidos, las patas de las camas y de las sillas, se confabulaban para ponerme zancadillas, los picos de los muebles con terquedad me goleaban en las costillas y en el baño el piso se movía queriéndome tumbar. “!Abusones!”, les decía. “Me agreden porque…”, “ahora ya camino lento” y “la edad se me vino encima”. “Es cosa de viejos”, me repetía con terquedad. Me resistía a aceptar aquella realidad.

Carmen me urgió. “Tienes que ver a un médico, hace seis meses no estabas así”. Y de las orejas jalado, fui con un gran neurólogo y mejor amigo. “Pepe, traes una neuropatía periférica, y como ya te vas -a Guadalajara- te voy a recomendar con un amigo mío, él es una chucha cuerera en neurología”, expresó. El eminente neurólogo, después de múltiples estudios de sangre, de orina y de electricidad senso-muscular, corroboró el diagnostico. En seguida me recomendó que fuera a ver a Teresita, una neuróloga experta en enfermedades neuromusculares. Ella averiguó hasta casi los confines de las causas. Todo salía normal. “Estamos ante una enfermedad de las mil causas, en donde el setenta por ciento no se encuentra la etiología. Nos faltaría practicar una punción lumbar para analizar el líquido cefalorraquídeo o ensayar un tratamiento de prueba con prednisona por tres meses”. Al oír “punción lumbar”, el plomo de mis piernas rebotó en el techo. “Doctora, perdone mi atrevimiento”, balbuceé, “sí yo fuera su abuelo, ¿por donde empezaría?”. “Le daría un tratamiento de prueba”, respondió. Salí con la receta y con el envío a rehabilitación física -para mi fortuna me vería una neuróloga experta en rehabilitación de enfermedades neurológicas- en donde, desde entonces, practico con ahínco los ejercicios para contrarrestar con mi voluntad el persistente apagón eléctrico que priva de fuerza y sensibilidad las partes distales de mis cuatro extremidades. El tiempo pasa y me empiezan a salir granos en la cara, el apetito se hizo voraz como adolescente, el abdomen creció, en la misma proporción que enflaquecían mis músculos. Eran los efectos adversos de la prednisona. Al terminar el fallido tratamiento de prueba, regreso con la DOCTORA Teresita -así, con mayúsculas por su capacidad profesional y humana-, para ensayar ahora sobre la punción lumbar y, ahí me pregunta: “¿tiene usted algún seguro médico? Porque el tratamiento con la glabulinoterapia es caro”. “Fui médico del IMSS” contesté. “Entonces, vaya con mi maestra al Seguro Social, ella es experta en estas enfermedades”. De ahí, inicié el camino de depuración para llegar a la meca deseada. Me presenté con mi médica familiar, quien me envió a Medicina Interna. La internista me refirió pronto con el neurólogo y este, al momento, me remitió con la maestra, que fue de la doctora Terecita, quien con un profesionalismo dulce, pero poderoso, al terminar de evaluarme me pregunta: “¿Quiere internarse el día de hoy para iniciar el tratamiento?”. Y aquella tarde noche ya estaba encamado en el piso de neurología de un centro médico de alta especialidad.

No habían pasado cuatro horas de mi ingreso cuando ya dormitaba y alguien toca mi antebrazo. “Don José, lea este consentimiento”. “¿Es para la punción?”, inquiero. “Sí”. “¿Cuándo se va a realizar?”. “En cuanto lo firme”. Me puse de lado, en posición de camarón cocido y tras algunos intentos, la aguja fue atravesando el ligamento amarillo, y al sentir mi sobresalto al perforar la duramadre, enseguida, una voz me informa: “Ya tenemos tres centímetros de líquido cefalorraquídeo, necesitamos otros cinco, para los exámenes y en cuanto tengamos el resultado y, si las proteínas salen elevadas, empezaremos el tratamiento, y si no, lo daremos de alta”. “¿Cuándo van a estar los resultados?”.  “Hoy por la madrugada”. La eficiencia y el trato humano me cubrieron con tranquilidad.

Eran la cinco de la madrugada de aquella misma noche. Cuando me despierta una voz: “Señor le voy a canalizar, porque vamos a iniciar su tratamiento”. Pongo a la vista, la gruesa vena mediana cefálica de mi antebrazo derecho, e inmediatamente: “!Ayy! Me duele, se reventó la vena”, expreso. “Haga presión en el algodón”, me responde. La enfermera ensaya de nuevo y empieza a limpiar el pliegue del codo. “Señorita, en el codo por favor no, porque es una articulación de mucho movimiento, le sugiero”. El tratamiento iba a durar días. “Yo, se dónde ponerla”, me responde en un tono cortante, frío y autoritario”. “Perdone, enfermera, yo también tengo derecho a opinar”. Y en el derecho estaba, cuando se revienta, esta segunda vena. Total, me canalizó dos venas por arriba de ambas muñecas. ¡El añorado tratamiento iniciaba!. Casi al finalizar aquel turno nocturno, la enfermera se acerca a mi cama y cruzando sus brazos en el pecho, me dice: “Tengo un gran sentimiento, aquí en mi pecho”. Ante aquella manifestación, se pesar pensé: “tal vez, tendrá algún problema familiar o qué sé yo”, y besándole la mano, le susurré. ” Pronto se te va a pasar“.

Le comento, mi cama tenía barandales, como una exigencia para evitar caídas de los viejos y el viejo pensó: “tal vez debo de tener reposo en cama”. Pasaron 24 horas de reposo. ¿Reposo? Y con la palabra, reposo, saqué cuentas sobre los riesgos en que me encontraba: viejo (1), más varices en piernas (2), más la inactividad por estar acostado (3), más un medicamento, que entre sus riesgos de aplicación está la posibilidad de aumentar la coagulabilidad sanguínea (4): El peligro de presentarse una trombosis venosa por las varices, con una consecuente trombo embolia pulmonar está a la vuelta de la esquina. Tengo cuatro factores de riesgo. Ciertamente con la anticoagulación, “eliminamos” un factor de riesgo, pero    quedan (3): Lo viejo y lo varicoso no me lo pueden eliminar, pero ¡SÍ! la inactividad. Necesito levantarme, caminar, hacer ejercicio, para disminuir el riesgo a (2). “Crystal -llamé a la enfermera-, puedo levantarme a caminar para que mi sangre fluya mejor”. “Claro que sí, hágalo con cuidado y si quiere caminar por el pasillo, que alguien lo acompañe”. Me puse de pie y enseguida el tubo de la venoclisis -de la solución para la vía permeable- se llena de mi sangre. Crystal, con una jeringa la empujó hacia su lugar, pero pronto, por seguir parándome de puntas, de nuevo la sangre regresa. Recordé a Newton viendo caer a aquella manzana. Era la hora de la entrega recepción del turno vespertino al nocturno y Crystal me estaba entregando a su compañera. Ahí, le informo a Crystal: “Se volvió a salir la sangre”. La enfermera entrante me responde: “Es que tiene que estar acostado, y si no se acuesta, se le va a seguir saliendo.  “Señorita es que…, le explico la ecuación de los riesgos y la necesidad de levantarme. “Son órdenes médicas y nosotros no podemos cambiar nada”. “Entonces, por favor háblenle al médico”, supliqué. Pasan los minutos y Cristal, tiernamente me dice, “Dígale al doctor, ahorita va a venir”. “Don José, ¿es cierto que tuvo un problema con la enfermera?” “No doctor, lo que tengo es miedo a una tromboembolia pulmonar”. “Para eso lo estamos anticuagulando”. Le planteo las sumas y las restas y la necesidad de caminar… “No le va a pasar nada, haga ejercicio en la cama”. Se me vino a la mente, el síndrome de la manada o el comportamiento de los grupos en sociología. El médico residente 2, quien estaba de turno, se alió con su grupo. Me subí a la cama y moví mis piernas y brazos en la alberca sin agua de mi cama. Mi tratamiento duró de miércoles a sábado acostado. Al darme de alta, mis piernas no nomás por flaqueaban por flacas.

Salí agradecido con el IMSS: con la Doctora MAESTRA y sus residentes médicos. Con Crystal, con Amadeo, con Sol, con Zeus y con tanto personal de enfermería quienes cuidaron de mí como cosa suya, pero en especial con: Crystal y Amadeo. Igual, con el personal de alimentación y de limpieza. Cosa aparte y única, fue la relación de comunidad que nos dimos entre, José y Lorenzo y sus familiares y la mía, quienes compartimos dolencias e historias diferentes, pero con esperanzas comunes, que hicieron de nuestras historias, una sola historia.

Le comento estos prietitos en el arroz, porque la institución SANADORA del IMSS es un patrimonio de la Nación que todos debemos de cuidar.

¡GRACIAS, IMSS!

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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