Pienso en la demencia cruel a la que nos conduce la deshumanización. El sometimiento, la guerra fatua (qué importa decir las cosas por su nombre y que el lector juzgue que es panfleto).
Pienso en la genialidad del dramaturgo Sergio Blanco (autor de ‘Kassandra’), en el compromiso de Hilda Valencia (directora de escena), en la brutalidad de talento que posee Obed Quijada (actor que da vida al monólogo ‘Kassandra’).
Pienso en la generosidad del espacio que es Andamios Teatro, en esas horas, esos días, esos años, en los que un grupo de seres empáticos apuestan con sus vidas a repartir y formar a través del arte. La sociedad hacia un mejor cauce: la reflexión mediante la contemplación. La suma de adherentes, como es el caso de Obed, ese niño que asomó su mirada al colectivo y hoy es parte fundamental de éste.
Vivo las horas posteriores al sábado por la tarde-noche, con un bisturí inserto en las tripas. La demencia genial de la puesta en escena que me llama a cuentas, las lecciones que contiene el texto, la interpretación, la dirección.
Sigo debajo de esa mesa del bar, sometido también desde el terror de la violencia, con los acontecimientos trágicos de los clásicos, que transpolan a nuestros días. Bendita amalgama de las historias que convergen: Agamenón, Héctor, Hécuba, Eurípides el genio, Kassandra la mayor virtud que alecciona sobre la actitud como una balsa para refugiarse en uno mismo: en el amor.
¿A quién se le ocurre, después de nacer y vivir a contracorriente, promulgar los días con la palabra amor encendida de la voz y las pupilas como un credo inmarcesible? Exacto: solo a ella que es él, que es tú, que soy yo, que somos todos.
‘Kassandra’ contiene la dócil embestidura de la historia que es el actor. Las habilidades en el cuerpo para contar con cada uno de sus movimientos; parecería que Obed nació actor, y quizá morirá siéndolo.
Treparse al escenario es en él ya un acontecimiento habitual, lleno de gracia y pasión, la entrega inherente. Como que la vida tiende su última oportunidad para salir a escena. El espectador lo entiende y agradece. No obstante, el padecimiento de lo que la historia (las historias) cuente o cuentan.
Acudir a Andamios es encontrar los temas que atañen a la sociedad: la violencia una y otra vez. La reiteración de lo que lacera. Nada es de a gratis. Porque las historias de desaparecidos-desaparecidas, asciende. Porque los asesinatos por homofobia, los feminicidios, por desgracia, también ascienden.
Desde el arte decir las cosas por su nombre. ¿El efecto? Cada uno de los espectadores ha de lidiar con sus fantasmas.
Estar allí, después de la antesala y un café, antes de tercera llamada, es admirar la magia de la transformación, el repaso por la historia, el proyecto que tiende sus alas hacia la libertad del pensamiento, obra y acción.
Ya después, en ‘Kassandra’, en este caso, encontramos un cuerpo que se parte y es analogía de una familia (que somos muchas) en la rotura de sí misma. El acontecimiento más poético de la obra, la coreografía mejor lograda, la perfección del movimiento.
Inmejorable instante (también) de la perturbación cuando el personaje narra su deceso en manos de la violencia vía un puñal. El grito del horror, el movimiento fatal, la convicción que describe el último hálito. Espectadores que nos mordemos los dedos, nos comemos las uñas. Cuánta elegancia y sabiduría para expresar lo que duele.
Hay una guerra de todos los días. Lidiar con el cuerpo que es la habitación del placer, el pronunciamiento del amor, el sometimiento por crueldad, el coto de poder. Lidiar todos los días con la pregunta: ¿por qué nací hombre? La vergüenza, la burla, el escarnio.
Acoger con beneplácito los embates del monstruo que es el enemigo y tener las puertas del pensamiento abiertas a la posibilidad del amor. ‘Kassandra’: la mayor lección para todos los días.