Columna ContraCanto
Debe ser esa caricia que nos recorre el interior. El estruendo de tanta maravilla y desconcierto. La palabra dicha que muta hacia el tacto, en la mirada, en el suceso, en la declaración, la metáfora, la imagen. El ritmo.
¿Qué cosa es un poeta?, me pregunto al ir leyendo, porque me queda la incertidumbre, las dudas sobre ese animal que dice desde el instinto. En soledad, de madrugada, cuando la vida es la última cita ante los versos y la página de un libro abierto. Porque no se tiene más que el decir como palpar.
Esto es Ricardo Solís, esta aura, este levitar, este pensamiento, estas ideas, esta búsqueda, el padecimiento desde siempre, porque lo escuché ayer en la cabina de una radio, en la implacable necesidad de seguir siendo nada más que palabras, porque se nace poeta y hacerle como quieras que del oficio no te escapas.
En Decir como palpar, que es el título de su antología personal (MAMBOROCK, 2023) el escritor reúne la obra aquella que desde siempre lo hizo su presa, y en un acto de generosidad, si así pudiera llamarlo, la poesía se arroja como un dardo que busca incrustarse en el intestino del lector.
En la médula, en la reflexión, en la catarsis, en un rincón donde sea que se nos apersone por accidente o devoción la vida a través de los cantares de un verso dicho también en prosa.
Ricardo Solís, el mayor poeta de su generación, en Sonora, ha vuelto. Luego del éxodo, de la búsqueda para seguir diciendo, regresa a estas tierras agrestes que le vieron nacer y esculpir poesía.
En su periplo, en el ir y venir, ocurre que el poeta edificó ya su obra para el presente y la posteridad. Veinte libros, veintiuno, donde el discurso es sólido, honesto, con lo que se puede ser desde la inercia infinita, constante, amalgama de los días aquellos en los que una vez primera dijo para seguir diciendo y al parecer callar nunca jamás.
El poeta es claro y lo dice fácil. Cito: esto es solo / un oficio de comienzos / un dos tres / y vuelta sin fin al sitio primario / solar de la palabra / más punto que distancia / la luz ciñendo el vuelo magnífico del sol / sobre la hoja y su dorsal blancura (Trapisonda 1998).
Desde el ingenio, la mirada que lo aprehende todo, el más mínimo detalle, la crónica, el periodista que le habita y dice en su texto que por título lleva Sonoyta, cito: Llegada. Policía. Discusión. Oficina sin cuadros. Restorán de paso. Un viejo y colorido menú. Mesera, carne y cerveza (alivio). Rocola silenciosa (complaciente). Tres muertos (bullicio de sus hambres). Tres irresolubles dudas. Lo eterno del instante. Palabras (siempre). Salida. (El fuego dormido 2000).
La economía del lenguaje, en la precisión de lo que se hilvana, la lectura concisa que despliega una escena de cine, un parte policiaco, el viaje, la amistad, esa rutina magistral de acudir a la mesa. El final feliz.
Luego un tigre en la mirada, en el sofá, tras la ventana, y el mar que se entrevera siempre. Las infinitudes de las que se ase el escritor, como para que la vida en este repaso del ser no le arrebate a través de la muerte, sorpresiva e implacable, el deseo, la gana de lo que hay que decir. Y palpar.
Por L. Carlos Sánchez