Son el mejor lugar para la felicidad, el albergue de indigentes, el punto de reunión de las aves.
Acudimos a ellos desde niños, ahora llevamos a nuestros hijos y los vemos en malabares construir la euforia: de pronto un pedazo de tierra es la fábrica de pasteles en manos creativas.
Recuerdo aquella vez que dos militares se tomaban de las manos, entre los árboles, después recostados en el pasto unían sus cuerpos. La imagen más amorosa de esos días, de cuando fui niño también.
Contienen la diversidad de colores: columpios y resbaladeros que conforman juntos un arcoíris, el estandarte de la libertad.
De pronto un espacio del parque se convierte en discurso que adoctrina, la religión que se difunde y propaga; el desplante de un graffitero cuyo tema se improvisa y construye la más lúdica frase desde una lata de spray.
La nobleza presta en el paisaje, la fuente que levanta el chorro de agua y se antoja mojarse: mi padre nos llevaba al Parque Madero, mientras empinaba los sorbos de caguama, nosotros buceábamos. Las vacaciones predilectas a tiro de piedra.
Recuerdo que una vez vi a una muchacha corriendo, y gritaba que a su novio no. Al rato llegó una ambulancia y patrullas. El novio inerte debajo de un manto blanco, los destellos del púrpura manchaban la duela de patinaje. Arriba de la patrulla los ojos de un joven moreno se aterraban hacia el horizonte.
Olores que incitan. Un puño de queso disuelto encima del maíz, nachos y jotdos, papas fritas y raspados, pirulines de hielo bañados en vainilla.
Antes fue el Parque Infantil que también tuvo zoológico, y acudíamos de la mano de las tías y primos. Pan con bolonia y agua de cebada. Había un riíto artificial y los changos estiraban las manos para pedirnos palomitas. El trenecito nos espantaba con sus sonidos y la algarabía debajo del puente.
Esa vez una señora se asomó al baño porque escuchaba un llanto. Salió cargando en sus brazos a un niño que solo decía: No vi que ya venía. El tren le cercenó un dedo del pie izquierdo.
La banca dispuesta y dos adolescentes que se besan. Adultos que juegan a ser novios y con el ala de un sombrero de palma la muchacha recibe el aire que ondea el caballero, porque los grados centígrados se dejan sentir cuando el ocaso acosa.
La memoria toca la noche aquella de un concierto de rock, las palmeras delimitando el escenario, requintos que convocan al movimiento: saltos y gritos.
La clausura inminente porque a un chavo del barrio descontó al chavo de otro barrio, nomás porque se quedaron viendo feo. La trifulca y proyectiles, el peñascazo en plena frente. Correr, correr y correr.
L. Carlos Sánchez