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lunes, noviembre 25, 2024

Prisión preventiva oficiosa ¿y los tratados y nuestras infernales cárceles?

Héctor Rodríguez Espinoza
Doctor en Derecho, catedrático desde 1969 del Departamento de Derecho de la Universidad de Sonora. Editorialista y autor de 25 libros de Jurisprudencia y Cultura, Ed. Porrúa y Editorial Académica Española. Expresidente del Consejo de Certificación Barra Sonorense de Abogados. Profesionista distinguido 2013 y 2016.

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Primera parte. Brevísimo ensayo.

I.- UNA CRÓNICA ACADÉMICA. Corría el año de 2000, presidencia de Vicente Fox, recién terminados mis tres años de estudios de maestría en Derecho Internacional Privado y Comparado, atinado pero efímero programa del Departamento de Derecho con la Academia Mexicana de esa disciplina cada día más en boga, nos formaron en exhaustivas sesiones y el rencuentro con mi maestro de la escuela, Dr. Carlos Arellano García. Acicateados por su impulsor y receptor nuestro, Dr. Leonel Péreznieto Castro para escribir entregar la tesis y sustentarla en examen de posgrado, por mi entusiasta desempeño en la recién fundada Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) realicé una acuciosa investigación sobre el entonces europeo nuevo Derecho al Desarrollo.

En una de sus visitas de Leonel a la ciudad lo atendimos y de camino al aeropuerto le di la noticia de mi tesis, le mostré el legajo de 1, 034 páginas pero “me bajó la moral” al decirme que -quizá sin conocer ni valorar la importancia y novedad de mi aportación doctrinal- le gustaba otro tema para mi trayectoria y experiencia y que era pertinente por el TLC: la jerarquía de los Tratados internacionales en México. Me enviaría un ensayo semilla del académico Raúl Medina Mora y bibliografía para desarrollarla y acreditar ambos institucionalmente el incipiente programa de posgrado.

No imaginábamos que 22 (veintidós) años después, pasados bajo el puente político nacional los gobiernos de Felipe Calderón, de Enrique Peña Nieto y 4 (años) del actual de Andrés Manuel López Obrador, el debate sobre ese tópico -y el imperativo de la Pacta Sunt Servanda del Ius Gentium- cobraría gran relevancia, por el alcance del sometimiento nuestro a jurisdicciones internacionales.          

¿Qué hago ahora con mi esfuerzo y sacrificio realizado para elaborar mi tesis con todo el exigente protocolo indicado? me pregunté, no poco decepcionado. Se lo comento, con la taza de café semanal, a mi inolvidable amigo Lic. Juan Antonio Ruibal Corella y de inmediato me recomendó con Don José Antonio Pérez Porrúa, de Editorial Porrúa, quien ya le había publicado algunos de sus clásicos libros de historia del siglo XIX. Me pidieron el texto y revisado por su exigente consejo editorial académico, el 2 de noviembre de 2001 se imprimió con un tiraje de 1,000 ejemplares -fui su 9° autor sonorense en 100 años-, ya casi agotado.

Paralelamente me apliqué a cumplir con el venturoso “deseo” de Leonel, me sumergí en el estado del arte, en la vasta bibliografía del tema y finalmente la terminé a su satisfacción de otras 1,035 páginas. Me otorgó su voto aprobatorio, me recomendó a dos revisores miembros de la Academia Nacional -Loretta Ortiz Ahlf, hoy ministra de la HSCJN y Víctor Carlos García Moreno (+)- quienes también me dieron su voto aprobatorio y finalmente presenté mi examen en el 2001: “Consideraciones en torno al Art. 133 Constitucional en materia de Tratados”, obtuve Mención Honorífica.

¿Qué fue de mi tesis? No obstante su calidad y por mis ocupaciones académicas posteriores, guardé en mi librero el ejemplar de pasta dura que se exige y conservé el archivo en mis sucesivas PCs que han pasado por mis dos manos -o por mis dos dedos índice, más bien-.

Ahora observo y analizo la palpitante actualidad de mi aportación investigatoria con motivo del debate sobre las reformas constitucionales sobre seguridad pública y el ¿falso? dilema con la Prisión Preventiva Oficiosa (PPO). He vuelto a releer lo más relevante de mis hallazgos, considero que -casi no habiendo obras que traten el tema- sería un desperdicio para la cultura jurídica nacional tenerla hibernando estérilmente. Por ello quizá sea editada en los meses siguientes.

Después de extenso pero necesario prolegómeno, les comparto algunas páginas conclusivas de mi tesis de maestría: 

II.- OPINIÓN PERSONAL SOBRE LA JERARQUÍA DE LOS TRATADOS EN NUESTRO RÉGIMEN JURÍDICO

El art. 133 constitucional previene la celebración de Tratados internacionales por el presidente de la República, pero que estén de acuerdo con la misma y con la aprobación del Senado, en cuyo supuesto les otorga el rango de “ley suprema de la unión”, al lado de la Constitución misma y de las leyes del Congreso, pero que emanen de ella.

Como todo proceso de interpretación jurídica seria y rigurosa, debo de realizarlo en el marco constitucional referido. Según mi planteamiento interpretativo, el Derecho mexicano, aceptando en el fondo la posición dualista -pero con preeminencia del Derecho interno-, tiene dos fuentes y ámbitos de aplicación: el interno y el internacional. Congruente con esta premisa, así lo estipula el citado art. 133 constitucional: “Esta Constitución, las leyes del Congreso de la Unión que emanen de ella y todos los tratados que estén de acuerdo con la misma, celebrados y que se celebren por el Presidente de la República, con aprobación del Senado, serán la Ley Suprema de toda la Unión”.

Apegado a la más pura hermenéutica que nos enseña Eduardo García Máynez, es imperativo hacer una interpretación jurídica del precepto, en sus significados: histórica, lógica y sistemática.

INTERPRETACIÓN HISTÓRICA. Nos conduce a recordar nuevamente lo expresado por Felipe Tena Ramírez sobre el impacto de la reforma de 1934 al art. 133 constitucional:

“El constituyente de 1917 reprodujo fielmente en el art. 133 el texto de la Constitución anterior, que en su primera parte decía: ‘Esta Constitución, las leyes del Congreso de la Unión que emanen de ella, y todos los tratados hechos y que se hicieren por el Presidente de la República con aprobación del Congreso, serán la ley suprema de toda la Unión’. Estaba inspirado en el art. VI, párrafo segundo, de la Constitución de Estados Unidos: ‘Esta Constitución y las leyes de los Estados Unidos que se expidan con arreglo a ella, y todos los tratados celebrados o que se celebren bajo la autoridad de los Estados Unidos, serán la ley suprema del país.’ Ambos preceptos instituían de modo expreso la supremacía de los tres ordenamientos  (Constitución, leyes federales y tratados) en relación con  la legislación de los Estados miembros, según se infiere de su segunda parte (‘Los jueces de cada Estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y tratados, a pesar de las disposiciones en contrario que pueda haber en las Constituciones o leyes de los Estados’ (Constitución mexicana); y ‘… los jueces de cada Estado estarán obligados a observarlos, a pesar de cualquier cosa en contrario que se encuentre en la Constitución o las leyes de cualquier Estado (Constitución norteamericana). Pero la supremacía de la Constitución respecto los otros dos ordenamientos federales, sólo se refería expresamente a las leyes federales (‘que emanen de ella’, ‘que se expidan con arreglo a ella’), no así a los Tratados, tocante a los cuales no existía expresión alguna que los subordinara a la Constitución.

En presencia del texto de 57 (idéntico al elaborado en 17, según queda dicho), el Magistrado Vallarta pudo opinar que el Derecho de gentes no está normado por la Constitución, la cual, por lo tanto, no tiene supremacía jerárquica sobre los pactos internacionales. La Constitución no regula sino las relaciones interiores de sus poderes públicos, por lo que el principio de derecho interno de las facultades expresas y limitadas de dichos poderes, carece de aplicación en las relaciones internacionales. ‘Si cometiéramos el error de creer que nuestra Constitución (,) en materias internacionales (,) está sobre esa ley (la internacional), tendríamos no sólo que confesar que los soberanos de Francia, Inglaterra, Estados Unidos, etc., tienen más facultades que el Presidente de la República Mexicana, sino lo que es peor aún: que la soberanía de ésta está limitada por el silencio de su Constitución’.

Interpretando el texto que sirvió de modelo al nuestro, la jurisprudencia norteamericana no ha sido uniforme. Sin embargo, la Suprema Corte jamás ha declarado inconstitucional un tratado y se ha resistido a considerar a las leyes federales preferentes a los tratados. ‘Los tratados pasados bajo la autoridad de los Estados Unidos tienen tendencia a llegar a ser una especie de enmiendas a la Constitución, con las cuales el Congreso Federal difícilmente se pondría en oposición. Se ha conjeturado aún que si el Presidente Roosevelt hubiera presentado al Congreso los proyectos de leyes del New Deal, no como de iniciativa gubernamental, sino como la consecuencia necesaria de las Convenciones concluidas bajo los auspicios de la O.I.T., no habría hallado una resistencia tan formal de parte de la Suprema Corte.’ Todo el panorama acabado de describir, favorable a que la jurisprudencia y la legislación secundaria siguieran el rumbo de Vallarta, se modificó fundamentalmente en nuestro Derecho constitucional al introducirse en el artículo 133 la reforma de 18 de enero de 1934: ‘Esta Constitución … y todos los tratados que estén de acuerdo con la misma …’

A partir de la reforma de 1934, los compromisos internacionales contraídos por México tienen que estar de acuerdo con su Constitución para ser válidos; es decir, canalizarlos a través del Derecho interno. Todo el mecanismo interior que organiza la Constitución, especialmente el sistema federal (que no se proyecta hacia el exterior, pues los Estados miembros no existen internacionalmente) y las competencias restringidas de los poderes de la Unión (de los cuales sólo el ejecutivo actúa en la esfera exterior), todo eso tiene que ser acatado en nuestras convenciones internacionales, además de las prohibiciones concretas, como las que establece el artículo 15 de la Constitución. A diferencia del texto anterior, que sólo exigía de las leyes y no de los Tratados su conformidad con la Constitución, el precepto vigente no toleraría ya la diversa regulación entre ley y tratado que el Magistrado Holmes observó en la norma norteamericana, idéntica a la nuestra anterior.

En presencia del texto en vigor, ya no podría mantenerse la tesis dualista de Vallarta, que independizaba de la Constitución el Derecho Internacional. El texto vigente consagra la teoría monista de la primacía del derecho interno, con lo cual se hizo sufrir a nuestra evolución jurídica un retroceso manifiesto.”

El propio Oscar Rabasa, autor de la reforma de 1934, se pronunció en los siguientes términos:

“Se tuvo en cuenta la conveniencia de disipar las dudas y confusiones que suscitaba el laconismo anglosajón del texto primitivo del Art. 133 de nuestra Constitución. Surgía la primera duda respecto a si la Constitución y los tratados eran de jerarquía igual, o si había diverso rango entre la primera y los segundos, sólo porque, en el texto, a ambos tipos de ordenamientos se les declaraba ley suprema. Más aún: se llegó a suponer que los tratados internacionales ocupan rango superior al de la Constitución, sin parar mientes en que, si esta conclusión jurídica es correcta desde el plano del derecho internacional, no lo es desde el ángulo del derecho interno, que en México está integrado fundamentalmente por la Constitución . . . (y) . . . ésta expresamente dispone que ella es ley suprema, en toda la nación(;) y cuando establece que los tratados también lo serán, es claro que tal cosa es cierta siempre y cuando estos se ajusten a los preceptos expresos de la propia Ley Fundamental”.

Esta última idea –acota Pereznieto- parece coincidir con la original que tuvo el constituyente estadounidense, de adscribir a los Tratados, junto con la propia Constitución, el nivel de The suprem law of the Land. Leonel Pereznieto Castro argumenta que el Constituyente originario, al establecer un dispositivo como el del Art. 133 Constitucional, partió de la idea de la existencia de un orden jurídico interno al lado de otro internacional, pues su formulación constitucional se basó precisamente en la teoría dualista; aceptó la posibilidad de que el sistema interno que estaba creando no debía ser hermético y para lo cual abría, desde un principio, la posibilidad de que se enriqueciera con esa “otra” normatividad -la internacional-, ya que la experiencia normativa interna no iba a ser suficiente. Para que esa normatividad internacional pudiera “permear” a todo el sistema jurídico mexicano, había que darle naturaleza de “Ley Suprema de la Unión”, ubicándola a un nivel jerárquico igual a la Constitución. Ésta es, al menos, una explicación al criterio del Constituyente Permanente en la reforma de 1934 y expresado por su citado autor, Oscar Rabasa. En éste sentido -insiste- los Estados, al constituirse la Unión, cedieron una parte de su soberanía al concederle al Poder Ejecutivo, con autorización del Senado, el manejo de las relaciones internacionales. En materia de Tratados, mientras que estos no violen alguna prohibición constitucional o vayan en contra de la Constitución, su aceptación significa que se constituirán en ley suprema de toda la Unión, más allá de las leyes federales que tienen ámbitos delimitados por los propios Estados constituyentes de la Unión; o sea, los Tratados son normas internas de aplicación nacional, igual que la Constitución(;) y no siendo contrarias a ésta, son normas que tienden a desarrollar varios temas y conceptos, incluyendo algunos no previstos originalmente. Un planteamiento funcional tiene, por otro lado, más sentido, en la medida que toma en cuenta el proceso dinámico en el cual México está inmerso internacionalmente.

En efecto -abunda-, si el Tratado no es contrario a la Constitución, al ser admitido a nivel constitucional en el sistema jurídico mexicano, provoca dos tipos de efectos: complementa o precisa conceptos o materias previstas en ella; o bien, se provoca una “ampliación” de la experiencia normativa de la propia Carta Magna, en materias y conceptos de origen internacional, no previstas en ese máximo ordenamiento. Con ello, a su entender, se cumpliría el deseo del Constituyente que, al saber que no podría preverlo todo, dejó abierta esta vía de “adición” en nuestro texto fundamental.

Héctor Rodríguez Espinoza

(Continúa)

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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