Columna Contracanto
La emoción se disparaba al escuchar los versos de Tita. Nuestros pies descalzos amansaban la tierra. Nuestras madres y tías se desprendían por algunas horas de nosotros. Era su estrategia para ponerse a jugar baraja debajo del guayacán.
Fumaban a intervalos del humo en la cafetera. El tocadisco no cesaba de girar y nosotros felices al compás de las notas que marca la trompeta en esa rola de cuando tú me besas no sé qué me pasa que me pongo a temblar. Tita, tita.
Así se nos iban las horas en la construcción de la alegría. Luego ya más tarde una tortilla de maseca y unos tragos de café eran antesala para irnos a dormir. Soñábamos en convertirnos en músicos y bailarines, rondar los barrios en el interior de una carpa y cobrar por función.
A la tarde siguiente volveríamos al pisón sobre la tierra con música de por medio. Las tareas podían esperar, argumento lógico que desencadenaría en la diversidad de trabajos que ya de grandes exploramos. La profesión que da la calle.
¿Dónde quedaron nuestros planes?, me preguntó una vez mi hermana Mirla (obviamente antes de que la sepultáramos), no supe responderle, estaba más preocupado porque la leña sobre la hornilla encendiera; ya el reloj marcaba el momento previo al día sin luz, y la empresa de tortillas a domicilio que habíamos instaurado, no podía esperar.
Ella amasaba y yo las extendía. Al principio batallamos en tomarle la medida al calor del comal. Luego, ya de a poco, los tres kilos que hacíamos nos salían al puro centavo. Recorríamos las calles del barrio haciendo entregas puntuales, estábamos en la dieta diaria de los vecinos.
¿Dónde quedaron nuestros planes?, me volvió a preguntar una tarde mientras íbamos en la ruta doce, del mercado hacia la casa, con la verdura y la manteca, para esa fiesta de sábado que ideamos a beneficio de la alegría.
Tampoco pude responderle, pero mi hermana sí me supo decir, con detalles precisos. Entre el ruido de la ciudad, me confesó lo de los planes truncos: “Todo empezó cuando mi apá se fue de la casa”. Cavilé hacia el recuerdo, sobre el abandono, luego vi a mi hermana en los años aquellos en que se fugó de casa con un trabajador de un cine ambulante. Guardé silencio, no quise increparla con mi versión.
Hablé solo para mis adentros mientras veía los letreros de la ciudad. Recordé la noche en que hermana no llegó a casa, entonces hice el recuento de lo que un día me platicó: estaba encandilada por su relación con el muchacho que encendía el proyector en el cine. Nunca me describió el físico de él, solo me hablaba del sonido del proyector, de la música de las películas, del olor a gasolina de las plantas de luz.
El amanecer fue trágico. Mirla no llegaba y madre se deshacía en llanto. Supo de inmediato que la ausencia de su hija fue voluntaria. La intuición es el bastión más enorme de las mamás. “Nada de ir a la policía”, dijo cuando los vecinos le espetaron que había que interponer una denuncia.
Con la ausencia de Mirla se esfumaba el proyecto de festejo de quinceaños, el vals y las coreografías que tanto ensayamos, con el antecedente de aquellas tardes en las que bailábamos una y otra vez: Tita, la más alegre y nostálgica de las canciones que interpreta La Sonora Santanera.
Con la ausencia de la hermana se apagaban también las luces de la esperanza (el proyecto inconcluso), la clausura de los días imaginarios en el interior de una carpa bailando para los espectadores de la ciudad.
Mirla volvió a los años, dentro de una caja, con flores encima. Le contaron a mi madre que anduvo de cine en cine, de pueblo en pueblo, que en cada uno de ellos fue dejando un hijo.
Yo de eso nada creí, excepto aquel incidente coincidente (porque lo viví), de las notas de Tita mientras la lluvia nos acompañaba en el sepulcro de mi hermana.
L. Carlos Sánchez