Columna Contracanto
Es media mañana y unas cuantas gotas pintan sus huellas sobre la banqueta. En la esquina de Guerrero y Sonora, a un costado del viejo cuartel. Ella aguarda con la sonrisa encendida, por si acaso, por si se acerca el posible cliente.
Es el negocio de la alegría. En la esquina de la seducción. Durante del tráfico que se extiende por las vías de una ciudad sin sol.
El señor de joroba instala su changarro, en la lucha por el diario, permanece también en la esquina, a unos cuantos metros de Ella.
Ella conversa con el señor, le habla de la depresión que le generan las nubes, “Porque hace mucho frío”, sonríe de nuevo, y toma una banderilla de las que el señor vende.
Encima de un carrito de supermercado existe la tienda: chicles y cigarros sueltos. El dependiente habla poco, porque escucha poco, lo entiendo mientras Ella alza la voz y remarca la gesticulación.
Los jeans deslavados y una blusa roja destacan a la vera de la nomenclatura. Los transeúntes, los más, auscultan a la dama de la esquina. Ella mantiene esa sonrisa casi indestructible. Los valores entendidos, el punto del pacto, la búsqueda consuetudinaria.
Un cigarro y otro más. Los minutos que se consumen mientras la oferta permanece. Y si es de día, es mejor, dice el muchacho de pelo largo que sostiene entre sus manos una botella de tequila, “Para que la pasemos bien, hasta lo que tú quieras”.
El muchacho hace gala de sus mejores frases, Ella con el cigarro interminable masca un chicle, y sonríe, y sonríe. La sonrisa de la reflexión, a saber los motivos y sus por qué.
Una frase tras otra, las faenas del cortejo, la analogía de los susurros de un ave que campea en búsqueda del refugio bajo las alas. La poesía que es la escena de dos que podrían ser pareja por unos minutos, por unas horas, a unos cuántos pasos, en el abrigo de la Casa de Huéspedes Lolita, la del paisaje pintoresco, la sempiterna testigo de los sonidos que arroja el cuerpo, la consumación.
Ella da respuestas con un movimiento de cabeza, el sí, el no, él acata, paciente, con su camisa de mezclilla, con sus botas de minero, con la gorra inserta hasta encima de las cejas. Mientras, el señor de la joroba en su presencia silente expresa sus reacciones en el movimiento de sus ojos.
Por fin la voz. Ella que señala el rumbo, que traza el plano, que pone las reglas del juego. Él que se deja guiar. Ya mientras avanzan, y antes de llegar a la antesala del cuarto que a según de un rótulo cuesta doscientos pesos con “jabón incluido”, una parvada de pichones desciende y se instala entre las láminas y las vigas del techo de la Casa de Huéspedes.
Ya en el interior la pareja emergente construirá un cuento con sus cuerpos, ante el sonido de la lluvia que arrecia.
Por L. Carlos Sánchez