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viernes, noviembre 22, 2024

Castellio contra Calvino

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La semana pasada recordé la frase que Napoleón dirigiera a Talleyrand porque recién concluía la lectura de “Castellio contra Calvino” de Stefan Zweig, de quien no recuerdo haber hablado en este espacio.

Zweig nació en Viena en el año de 1881 y fue un escritor tremendamente popular, principalmente por haber sido de los primeros en manifestarse contra la intervención de Alemania en la Primera Guerra Mundial, pero en mayor grado, a mi juicio, por su genio biográfico.

Perfiló a grandes figuras como María Estuardo, Napoleón, Erasmo de Rotterdam, Balzac, Nietzsche y Fouché -probablemente su biografía más influyente-, entre muchos más, como los tres personajes y la época de los que trataré en breve. Asimismo, su autobiografía “El mundo de ayer”, inspiró una película que seguramente disfrutó, o disfrutará si acepta la recomendación, intitulada El Gran Hotel Budapest.

El austriaco se suicidó en Brasil abrazado y recostado junto a su segunda esposa en 1942, como consecuencia “colateral” de la difícil situación política y del segundo conflicto bélico mundial que celebraron antaño los países más civilizados, democráticos y progresistas de la época, a los que se sumarían por convicción propia los Estados Unidos de América, la entonces Unión Soviética y Japón.

Llegué a “Castellio contra Calvino” porque hace cosa de un año fui a desayunar con un buen amigo y antes de despedirnos decidimos pasar a la librería. Mi amigo me obsequió la obra referida, de la que incluso desconocía su existencia, mas no al autor, por lo que en el momento decidí posponer su lectura indefinidamente.

Sin embargo, “los caminos del Señor son misteriosos como la senda del viento” y el día que inició la polémica del hijo del Presidente yo concluía “La soberanía del bien”, por lo que aproveché para buscar literatura disponible en mi librero relacionada con libertad de expresión o algo así, para iniciar su lectura a la par de la polémica.

El libro lleva por subtítulo “Conciencia contra violencia” y aunque resultó ser inadecuado para una polémica que se degradó rápidamente, fue la indicada para interpretar por método analógico el conflicto Rusia-Ucrania.

Supuestamente es fácil reconocer la violencia, la podemos ver en las hostilidades que el estado ruso ejecuta actualmente en territorio ucraniano, no obstante, a veces hay acciones tan sutiles que pueden parecernos bien intencionadas, cuando en realidad son mentiras o simulaciones abominables; como instigar a un país débil a encarar a un enemigo peligroso y despiadado, alegando la reivindicación de algún derecho para encubrir los verdaderos intereses y motivaciones.

Sucede algo así en la historia que narra Zweig, donde cuenta cómo el reformador de la iglesia católica, Juan Calvino, conocido por sus pretensiones liberales en el terreno de la fe, consagró la primera parte de su carrera eclesiástica a la persecución política y aniquilamiento de sus adversarios, que además, también eran liberales. A su cuenta corren las muertes de los teólogos y humanistas Miguel Servet, condenado a la hoguera en la época más sanguinaria de la inquisición -cuando la iglesia romana de occidente se fracturó dando paso al protestantismo luterano-, y de Sebastian Castellio, quien murió prematuramente frente a la angustia que le causó enfrentar al todopoderoso Calvino.

El libro se compone de 9 capítulos y la introducción, y uno de los mejores detalles es el epígrafe con el que abre su obra, nada más que un pensamiento que Castellio apuntaba en 1562, “la posteridad no podrá creer que, después de que ya se hubiera hecho la luz, hayamos tenido que vivir de nuevo en medio de tan densa oscuridad”.

Con su hábil y fina prosa, Zweig nos pone en contexto: Calvino, que como reformador de la iglesia tuvo que hacer una carrera política en la misma, alguna vez se vio involucrado en actos de violencia política, desembocando en su participación activa para condenar y llevar a la hoguera a otro teólogo reformador y rebelde, Miguel Servet. Su pecado fue contravenir con ideas reformistas y liberales, las ideas reformistas y liberales de quien entonces se asumía como última instancia de autoridad en cuestiones del dogma reformado.

Bien nos dice el novelista, “ningún pueblo, ninguna época, ningún hombre de pensamiento se libra de tener que delimitar una y otra vez la libertad y autoridad, pues la primera no es posible sin la segunda, ya que, en tal caso, se convierte en caos, ni la segunda sin la primera, pues entonces se convierte en tiranía”.

El biógrafo cuenta cómo el francés Calvino llegó a Ginebra, entre huyendo y expulsado de la comunidad francesa por sus objetivos reformadores. Como era de personalidad rígida y ortodoxa, en principio no fue bien recibido en la ciudad suiza, por lo que lo expulsaron, pero posteriormente la vida civil se deterioró a tal grado que los ginebrinos consideraron prudente llamarlo de regreso, otorgándole gran poder de injerencia en asuntos civiles derivado de su autoridad eclesiástica.

Servet, por el contrario, era un ser consagrado a la actividad espiritual, pero sobretodo era un agitador y polemista que tuvo la mala fortuna de obstinarse en entablar un diálogo teológico por correspondencia con quien él veía como una respetable autoridad en los asuntos, Juan Calvino, que a su vez, lo despreció en numerosas ocasiones hasta que cambió de parecer considerando que lo mejor era liberar al mundo de un hereje como Servet, que se atrevía a cuestionar sus palabras.

La persecución resulta exitosa y Servet termina en la hoguera por haber expresado sus ideario teológico, entonces Castellio entra en escena. Castellio es el único que alza la voz y la pluma contra la abominación que lleva a cabo Calvino. Eran muchos los que estaban descontentos y tenían miedo del reformador, pero nadie se atrevía a abrir la boca por miedo a sufrir represalias, excepto Castellio, que estuvo a punto de sufrir el mismo destino que Servet, pero que alcanzó a salvarse de ese terrible destino “gracias” a que murió antes de manera natural.

Además de violencia, la otra palabra del subtítulo es conciencia, que María Moliner define como el “conocimiento que el espíritu humano tiene de sí mismo. Facultad que hace posible ese conocimiento”, y en su acepción moral es el “conocimiento de las cosas mediante el cual el sujeto se relaciona con el mundo”. Agregaría que el “conocimiento de las cosas” es la capacidad de asignarle un valor apropiado, justo, responsable, empático y comprometido a esas cosas con las que nos relacionamos.

En suma, la conciencia se distingue por ser el método y la forma no violenta de relacionarse con las cosas. Al violentar un objeto -un ser viviente o inanimado- cambiamos su naturaleza, interferimos su libre desarrollo y probablemente alteramos su esencia; no está mal, pero no podemos pretender hacernos responsables ni cumplir compromisos si no somos conscientes del papel político que juega la conciencia en la vida humana y política. 

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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