Hace poco tiempo un amigo y antiguo profesor que tiene una columna en el diario Noroeste y firma como Pablo Ayala, empezó a escribir una serie de artículos que giran en torno al tema del Mal, que me recordó el ciclo de artículos sobre violencia y crítica que escribí hace un año.
La asociación no fue producto de la coincidencia metodológica, sino que su zaga sobre el mal contrastaba perfectamente con la lectura que recién concluía; “La soberanía del bien” de Iris Murdoch. Por otro lado, debido al tono beligerante y victimista que está adquiriendo el debate público-político, pensé que lo mejor, lo más sano y constructivo, así como lo menos violento y más crítico es mimetizar mi opinión política retomando la elaboración de reseñas críticas.
Digo que menos violento porque comentando la obra de Murdoch tal vez logre en usted que reconsidere sus convicciones y opiniones bajo la perspectiva de una filósofa que pugnó por el análisis metafísico cuando dominaba la filosofía analítica y el existencialismo.
Iris Murdoch nació en Irlanda en 1919 pero a temprana edad se mudó a Inglaterra junto con su familia, donde se crio y vivió hasta el final de sus días. Conoció a Ludwig Wittgenstein en la universidad, fue ávida lectora de Hannah Arendt y Simone Weil, amante de Elias Canetti y preceptora de Charles Taylor. Murió en 1999 y siempre fue más conocida como novelista que como filósofa, su novela más conocida es “El mar, el mar”.
“La soberanía del bien” se compone de 3 conferencias en las que Murdoch expone su idea del Bien y el fundamento de su ética; el primer ensayo y más extenso es “La idea de perfección”, después viene “De dios y del bien” y concluye con “La soberanía del bien sobre otros conceptos”.
La idea principal de Murdoch es que el bien es inútil y su trascendencia sólo puede ser descubierta a través de la experiencia mística y del reconocimiento de nuestra finitud en relación con el azar y la necesidad. Para Murdoch “el bien es indefinible porque los juicios de valor dependen de la voluntad y la elección del individuo”, ya que tanto la voluntad como la capacidad de elegir dependen del mundo exterior.
El argumento de la filósofa se sustenta en la idea de Stuart Hampshire de que debemos abandonar la imagen del hombre como un observador desapegado, objetivo y neutral, para considerarlo un objeto moviéndose entre otros objetos, por lo que es el tacto y el movimiento -del mundo exterior, del entorno- lo que nos permite experimentar las sensaciones externas que nos permiten formular juicios de valor.
Por responsabilidad, “pensamiento e intención deben estar dirigidos hacia cuestiones definidas y manifiestas o de lo contrario acaban en meras ensoñaciones”, puesto que el pensamiento que no verbalizamos y ejecutamos, no puede ser considerado un hecho material. Así las cosas, la única manera de mostrarle al mundo cuál es mi voluntad, y dado que ésta es pura elección y movimiento, definir si es buena o mala, debemos contrastarla con los esquemas públicos que hemos aprendido, puesto que “el conocimiento presupone la rigidez proporcionada por el examen público” y porque “solo puedo ‘conocer’ mi imaginería porque conozco las cosas públicas de las que surge”.
Se colige que de tomarle la palabra a Murdoch, es la cultura, el ethos reinante y la opinión pública quienes determinan la bondad o maldad de mis actos, por encima de las consideraciones personales o sectarias. La irlandesa lo expresa de la siguiente manera.
“Aquello que haga o sea no es algo privado y personal, sino que se me impone en el sentido de que es identificable sólo a través de conceptos públicos y observadores objetivos. El conocimiento de uno mismo es algo que se muestra abiertamente. Las razones son razones públicas, las reglas son reglas públicas […] La maquinaria es incesante, pero hasta el momento de la acción el agente está fuera de ella. La moral reside en el punto de la acción. Lo que yo soy ‘objetivamente’ no está bajo mi control; la lógica y los observadores lo deciden”.
De lo anterior se deriva que si las razones de nuestro actos no son públicas, de conocimiento general y medianamente compartido, entonces no podemos juzgarlas, porque no tiene sentido juzgar un “acto” que permanece en el ámbito de lo privado; no habría quién constatara su materialización.
Por otro lado, también es importante recordar el carácter polisémico de las palabras, así como el imprescindible papel que juega la comunicación. Murdoch apunta que “el lenguaje es bastante más idiosincrásico de lo que ha sido admitido. Las razones no son necesariamente razones públicas”, y continúa, “se se carece de un objeto común, la comunicación puede interrumpirse y las mismas palabras pueden generar efectos diferentes en distintos oyentes”.
La filósofa también apunta que “la única manera genuina de ser bueno es serlo ‘para nada’ en un escenario donde cada cosa natural, incluyendo la propia mente, está sometida al azar, es decir, la necesidad” y “actuamos con corrección ‘cuando llega el momento’, no por fuerza de voluntad sino por la calidad de nuestros apegos habituales y con el tipo de energía y discernimiento que tenemos a nuestro alcance. Y la totalidad de nuestra actividad consciente es para ello relevante”.
¿Qué es lo que Murdoch quiere decir? Si entendí bien y dada su perspectiva metafísica, sugiere que el ejercicio del bien es una cuestión inherente e intrínseca al individuo, cuando este se desenvuelve en un contexto propicio que nos inclina a actuar bajo los estándares públicos considerados correctos. Evidentemente puede haber casos dilemáticos y problemáticos, como el caso Loret-AMLO suscitado recientemente.
Concluyo con una cita acerca del concepto de libertad que me hizo recordar el argumento de Benjamín respecto a lo nocivo de las actitudes cínicas y la mentira en política, cuando asumen la defensa de valores positivos y deseables, ocultando su hipocresía bajo el siempre bien apreciado manto del victimismo. “La libertad es un concepto mestizo”, dice Murdoch, “su mitad verdadera es simplemente un nombre de un aspecto de la virtud que tiene que ver particularmente con la clarificación de la visión y con el dominio del impulso egoísta. La mitad falsa y más popular es un nombre para los movimientos autoafirmativos de la voluntad egoísta y cegada que, debido a nuestra ignorancia, creemos que es algo autónomo”.